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Gran buscador de riquezas, diablo del oro.
¡Chupador de sangre y lágrimas del Indio!
Qué cientos de noches cuidé tus acequias,
por leguas para moler tu oro…
La realista descripción que César Dávila Andrade (Ecuador, 1918 - Venezuela, 1967) hace de la bestial explotación de los mitayos hasta convertirlos en esqueletos que blanquean los caminos, no hace concesiones al “buen gusto” ni calla para no escandalizar a las cristianas conciencias, porque su propósito es precisamente ése. La ira de un pueblo agraviado que hace la lista pormenorizada de los atropellos del invasor es una voz que se convierte en coro para denunciar las brutalidades sufridas por la nación quichua; el apoteósico final en que los descendientes de las víctimas recuperan su libertad y ven de frente al futuro, otorga una fuerza extraordinaria al poema épico Boletín y elegía de las mitas (1959).
Hice la tela con que vestían cuerpos los Señores
que dieron soledad de blancura a mi esqueleto.
Y Día Viernes Santo amanecí encerrado,
boca abajo, sobre el telar,
con vómito de sangre entre los hilos y lanzadera.
Así, entinté con mi alma, llena de costado,
la tela de los que me desnudaron.
(…)
Un día en santa Iglesia de Tuntaqui,
el viejo doctrinero mostróme cuerpo en cruz
de Amo Jesucristo;
único Viracocha sin ropa, sin espuelas, sin acial.
Todito Él era una sola llaga salpicada.
No había lugar ya ni para un diente
de hierba entre herida y herida. En Él, cebáronse primero;
luego fue en mí. De qué me quejo, entonces?
–No. Solo te cuento.
Me despeñaron. Con punzón de fierro,
me punzaron todo el cuerpo. Me trasquilaron.
Hijo de ayuno y de destierro fui.
Con yescas de maguey encendidas, me pringaron.
Después de los azotes, ya aún en el suelo,
ellos entregolpeaban sobre mí dos tizones de candela
y me cubrían con una lluvia de chispas puntiagudas
que hacía chirriar la sangre de mis úlceras.
No se propone contar la historia de un solo hombre ni relatar una injusticia aislada, sino rescatar del olvido la verdad, clasificar los métodos de los encomenderos para mantener en el terror y la esclavitud a toda una nación; lo ocurrido a Dulita, quien accidentalmente rompió una escudilla, es una manera de representar en singular la explotación de las mujeres reducidas a ignominiosa servidumbre.
Y él, muy cobarde, puso en fogón una cáscara de huevo
que casi se hace blanca brasa y que apretó contra los labios.
Se abrieron en fruta de sangre: amaneció con maleza.
No comió cinco días, y yo, y Joaquín Toapanta de Tumbabiro,
muerta le hallamos en la acequia de los excrementos.
¿Huir de los abusos e irse al monte? No puede ser más aterradora la escena en que capturan a un mitayo fugitivo y lo arrastran, amarrado a un caballo, para ejecutarlo frente a todos, como escarmiento y ejemplo.
Llegando al patio, rellenáronle heridas con ají y con sal,
así los lomos, hombros, trasero, brazos, muslos.
Él, gemía revolcándose de dolor: “Amo Viracocha, Amo Viracocha”.
Nadie le oyó morir.
Y a la mujer y a los hijos del fugitivo no les espera un fin menos violento:
le llevaron, preñada, a todo paso, a la hacienda;
y, al cuarto de los cepos en donde le enceparon la derecha,
dejándole la izquierda sobre el palo.
Y ella, a medianoche, parió su guagua entre agua y sangre.
Y él dio de cabeza contra la madera, de que murió.
Como en Alturas de Machu Picchu, de Pablo Neruda, el poema crece, adquiriendo la música y el tono de un gran clamor, del canto coral de los descendientes de tantos mitayos inmolados que se han sacudido por fin el yugo de la servidubre forzada y que vuelven, en nombre de sus ancestros, a tomar posesión de la tierra y la libertad que les fuera arrebatada.
¡Vuelvo, Álzome!
Levántome después del Tercer Siglo, de entre los Muertos!
Con los muertos, vengo!
La Tumba India se retuerce con todas sus caderas
sus mamas y sus vientres.
La Gran Tumba se enarca y se levanta
después del Tercer Siglo, de entre las lomas y las páramos,
las cumbres, los yungas, los abismos,
las minas, los azufres, las cangaguas.
Regreso desde los cerros, donde moríamos a la luz del frío.
Desde los ríos, donde moríamos en cuadrillas.
Desde las minas, donde moríamos en rosarios.
Desde la Muerte, donde moríamos en grano.
Regreso.
(…)
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Escrito por Tania Zapata Ortega
Correctora de estilo y editora.