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En su libro Destierro de Sombras Edmundo O ´Gorman se propuso, con mucha serenidad, remover la hojarasca –a través de la búsqueda crítica de fuentes– en torno al origen del guadalupanismo mexicano. En este acercamiento herético desechó, por principio, la tradición aparicionista y tuvo que enfrentarse a una historiografía profundamente ideologizada que construyó un mito a posteriori sobre la Nueva España para que la religión católica suplantara el crisol de creencias prehispánicas de los habitantes del altiplano central y casi todo el continente.
El autor plantea que en este proceso se reconstruyeron al menos tres guadalupanismos distintos: el español, el indígena y el criollo, pero con un sustrato mitológico común: la capilla franciscana del Tepeyac, la imagen de la Virgen y la advocación particular del nombre Guadalupe. O ‘Gorman describe cómo fue construido cada uno de estos guadalupanismos a través del tiempo.
A pesar de la claridad y del desarrollo de su tesis en la elaboración de los argumentos, resulta importante destacar que el autor dedica muy poco tiempo y espacio a un asunto que consideramos capital: la socialización del culto y su apropiación por las mayorías; es decir, la construcción del mito guadalupano en la forma que ha llegado hasta nuestros días y su aceptación por los distintos sectores de la sociedad desde distintos enfoques.
Desde este momento apuntamos que evidentemente no es un error de conocimiento, pues en partes específicas, el autor toca la permeabilidad del mito en la sociedad; por ejemplo, cuando analiza el Nican Mopohua y atribuye a su autor, Antonio Valeriano (un nahua discípulo de Fray Bernardino de Sahagún y miembro del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco), la paternidad de los guadalupanismos, pues fue el primero en hablar sobre Juan Diego y el arzobispo Zumárraga. La traducción y difusión de este documento poco a poco fueron canonizando el mito dentro del imaginario católico.
Una de las hipótesis más polémicas de O ´Gorman, aunque menos difundidas, a pesar de que encontramos referencias permanentes sobre esta cuestión, es la idea de que el guadalupanismo constituyó el primer mito ontológico del criollismo mexicano… Para O´Gorman, la elección del nombre de Guadalupe como advocación de la imagen en la ermita del Tepeyac fue, en esencia, una necesidad identitaria, pues hacía referencia al fenómeno mariano, es decir, al entendimiento de la aparición de la Virgen María en diversas formas en el orbe cristiano romano.
Quien denomina, afirma O ´Gorman, usufructúa y se apropia de lo nombrado. Los criollos individualizaron el credo y se apropiaron de él, hicieron que les perteneciese. Frente a todo el catolicismo en general, el criollismo se pertrechó con la armadura de lo particular: la Virgen de Guadalupe fue la porción del canon religioso que los referenció como únicos y que al mismo tiempo los distinguió de los “otros”. La relación entre el criollo y la religión se individualizó. De esta manera, el criollismo ganó para sí una imagen en el universo mariano y una parcela en el paraíso: su pequeño rincón de cielo.
Escrito por Aquiles Celis
Maestro en Historia por la UNAM. Especialista en movimientos estudiantiles y populares y en la historia del comunismo en el México contemporáneo.