La eficiencia revolucionaria es algo insólito. Pocos procesos han alcanzado la cumbre de su realización. Los bolcheviques lograron lo que por siglos no había conseguido la masa trabajadora: llegar al poder y sostenerse en él. Los historiadores e ideólogos modernos atribuyen el triunfo del bolchevismo más a la audacia de Lenin que a las ideas de las que se nutrió; más a la vacilación de Kerenski, a la insolencia de Kornílov o a los errores de Miliukov que a la intrepidez y la valentía del pueblo ruso. De todos los aspectos casuísticos, son dos los que determinaron el triunfo de la revolución.
El primero de ellos, la situación concreta que privaba en Rusia desde los primeros años del Siglo XX. El acelerado desarrollo de la clase obrera durante la primera década del siglo, combinado con una situación insostenible en el campo que, a pesar de la abolición de la servidumbre, mantenía al mujik ruso lindando todos los días con la sobrevivencia, aunado a la Primera Guerra Mundial, que exigió al pueblo ruso más fuerza, carne y sangre de la que podía entregar. El segundo y no menos determinante consistió en una lectura correcta de la realidad, en la apreciación clara del momento histórico que, sin el método materialista de la historia, sin la comprensión profunda del marxismo, hubiese sido imposible. La grandeza de Lenin no radica únicamente en su aguda inteligencia y su profunda convicción; Lenin fue el más grande traductor de la teoría marxista a la práctica que ha existido en la historia; “para él la teoría es una guía para la acción”.
En 1917 transcurrieron al menos dos siglos en un año. Para febrero de 1917, la Revolución pretendió instaurar una monarquía constitucional bajo el auspicio del príncipe Lvov; en abril, el intento de la contrarrevolución encabezada por el viejo régimen, a cuya cabeza se encontraba Miliukov, terminó en un catastrófico fracaso tras el intento de invadir Constantinopla; en julio, la burguesía, vacilante aún, pero empujada por la necesidad, toma el poder con manos temblorosas y, a pesar del miedo cerval que los soviets le inspiraban, pretende encausar la Revolución por los viejos derroteros; Kerenski, el nuevo jefe del gobierno provisional, era nada más y nada menos que lo que la historia esperaba de su clase: un hombre débil y traicionero que, en medio de dos poderes, se prestaba para las peores infamias. En julio, la posibilidad de derrota para los obreros, el grito de desesperación que, de no haber intervenido el partido bolchevique, hubiera terminado como 1848 y 1871, en una carnicería. Finalmente, la revolución obrera de octubre, tres meses después, sería la coronación del año en que la historia contaba los minutos por años y las horas por décadas.
La toma del poder por parte del partido bolchevique fue, en apariencia, sencilla. Después de que Lenin llamara a la calma y a la moderación en julio, conservando el aplomo frente a la calumnia del poder y de los mismos partidos populares, el diez de octubre llama a la insurrección inmediata. Esta vez, sus propios correligionarios dudaban: Trotsky, Stalin, Kamenev y Lunacharski no veían lógica en ese movimiento; el Congreso de los Soviets estaba próximo a reunirse, ¿no era mejor esperar y que fuera el congreso el que tomara el poder? Los bolcheviques eran ahora mayoría, no sería difícil convencer a los soviets de emprender esta nueva aventura. Sin embargo, Lenin tenía como una de sus principales cualidades sentir el pulso de las “masas”, entendía las demandas del pueblo que luego transformaba en consignas. Si no se adelantaban al congreso, la clase obrera los abandonaría, los vería precisamente como esos charlatanes que les habían prometido todo y les habían arrebatado hasta la esperanza. No, el poder se tomaría en el mismo momento en que los soviets se reunieran en asamblea; no había que darle al enemigo tiempo de reacción, había que entregar el poder en las manos al Congreso de los soviets y que decidiera él qué hacer con éste. “El temple acerado del Partido Bolchevique se manifestaba no en la ausencia de desacuerdos, de vacilaciones e incluso de desfallecimientos, sino en que, en las circunstancias más difíciles, salía a tiempo de las crisis internas y aseguraba la posibilidad de una intervención decisiva en los acontecimientos” (Trotsky).
Así, casi sin disparar un sólo tiro, en los últimos días de octubre se tomó el Palacio de Invierno, previamente controladas las instituciones más importantes del poder burgués y monárquico. El Congreso de los Soviets ratificó al nuevo poder proletario y a partir de entonces comenzaría la difícil y dura construcción del nuevo orden social que daría un susto de muerte al capitalismo sin lograr dar cuenta definitiva de él. Sin embargo, la tarea más importante, la más significativa y todavía inconclusa, fue precisamente la que Lenin señaló una vez tomado el Palacio de Invierno: “Ahora nos dedicaremos a edificar el socialismo”.