Los tiempos que corren son sombríos porque el mundo se ha vuelto más salvaje y por doquier reinan la incertidumbre y la desesperanza, sobre todo en los oprimidos. La época de la postpandemia de Covid-19 se muestra apocalíptica por las amenazas de guerra, nuevas enfermedades y mayor pobreza. A los saciados poco o nada importan las necesidades de los hambrientos. Si en algunos hay remordimiento, en eso queda, porque en la abundancia se olvidan los problemas de los demás y se piensa que el ser humano viene a ser feliz de ese modo, a trascender; pero no todos tienen la misma oportunidad. El egoísmo impera en estos tiempos. 

La época navideña que debería ser de reflexión, fraternidad y para el disfrute general, representa, sin embargo, uno de los periodos del año con mayor egoísmo y ostentación. Los privilegiados salen de compras por varios motivos: adornar con focos multicolores sus casas, adquirir costosos regalos para sus familiares y amigos, preparar las cenas de Navidad y Año Nuevo; y los que tienen más recursos se van de crucero. Todos ellos, con el enorme poder que les otorga el dinero, dan muestras de exuberancia y derroche que contrastan enormemente con la situación de los trabajadores, que viven al día, no tienen noches buenas, ni vacaciones, ni aguinaldo y su mísero salario ni siquiera les alcanza para comer bien. Algunos aprovechan los días de asueto para ponerse una buena borrachera y olvidar sus penas. La familia es cada vez más numerosa y, en la casa, cada vez hay más chicos; éstos juegan en las calles o hacen su vida. Para los pobres, un rico es un gigante, pero un gigante muy egoísta, como la famosa historia de Óscar Wilde.

“Éste era un gigante que tenía un jardín enorme, el más grande y bello del lugar. Los niños de la comarca aprovechaban para jugar en él cuando el gigante no estaba. Pero un día, el gigante volvió de visitar a sus parientes los ogros, y encontró a los niños jugando en su jardín; lleno de furia les gritó que se salieran y los niños corrieron asustados. Les puso un gran cerco y los niños se quedaron sin su lugar de juegos. Por fin, el gigante estaba tranquilo, pero entonces algo extraño pasó en su jardín: los pájaros dejaron de cantar, las plantas de florecer y el invierno se quedó de forma permanente en su jardín. 

Pasaron los años y la primavera nunca llegó a su amado jardín. Un buen día, al gigante lo despertó el canto de los pájaros y las risas de los niños, y lleno de jubiló gritó: –¡Al fin llegó la primavera! Al salir encontró que muchos chiquillos trepaban a los árboles; y éstos, en agradecimiento, florecían, menos un árbol donde un niñito hacía inútiles intentos para subir; y por más que se esforzaba, no podía, pues aún era muy pequeño. El gigante comprendió que había sido muy egoísta; entonces, sin pensarlo mucho, llegó hasta donde estaba el niñito y le ayudó a subir. Desde ese día tiró la barda y permitió que los niños llegaran a jugar libremente. El tiempo pasó y cuentan que cuando el gigante se hizo viejo, llegó nuevamente el niñito que le había ayudado y le dijo: –Como tú me permitiste jugar en tu jardín, hoy estarás jugando en mi jardín eternamente. El gigante cerró los ojos y murió feliz”.

Es una lástima que los ricos no entiendan este mensaje. Es una lástima, desgraciadamente, que priven a los demás del gran jardín del planeta. Peor aún, es una lástima que se crean dueños del mundo y de las vidas que en él se hallan. No les importa que la primavera no llegue. Pero si algo enseñan estos días, es que la verdadera fraternidad surge entre los hermanos de clase, y ése es justamente el deseo de una vida mejor, porque nos llevará tarde o temprano a formar una gran hermandad donde todos los seres humanos al fin puedan ser felices; porque en ese nuevo mundo, los egoístas no tendrán lugar. ¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!