Otro orgullo de la globalización consiste en que han aumentado las guerras. Parecía que con el fracaso del experimento socialista –por lo menos tal como la practicaron la Unión Soviética y quienes siguieron su modelo– y con el establecimiento de un mundo unipolar, los conflictos bélicos, si no se terminarían, sí quedarían reducidos a su mínima expresión. Pero nada, que Estados Unidos ha desperdiciado la oportunidad histórica de hacer uso de su poderío para promover y hasta imponer paz entre las naciones, para ser una especie de patriarca monumental, histórico, que –sin abandonar sus intereses y en abono de ellos– condujera a todos los seres humanos a una era de progreso y de paz jamás vivida. Todo lo contrario, ahora ha habido guerras terribles en las naciones de la antigua Yugoslavia, en Georgia, en Chechenia, en Irak, en Palestina, en Afganistán, Irak –al que nunca le encontraron armas de destrucción masiva– y se han continuado en las monstruosas agresiones a Libia, Siria y Ucrania y nuevamente a Palestina.
Y, como consecuencia más general y abarcadora de la globalización, tenemos que se han acentuado pavorosamente las diferencias de clase, la distancia entre la vida de los ricos y la –¿qué decir?– de los pobres. En este 2014, los multimillonarios –que conforman sólo el 0.000033 por ciento de la población del orbe– poseen y administran 4.5 veces la riqueza total que gestiona la mitad más pobre del planeta, conformada por unas tres mil 500 millones de personas. Ya en 1994, había en el mundo 358 multimillonarios (con más de mil millones de dólares cada uno) cuyas fortunas reunidas equivalían al Producto Interno Bruto de países en los que habitan dos mil 300 millones de personas, es decir, el 45 por ciento de la población mundial. Escandaloso ¿no? Pero espérese y lea: sólo tres años después, en 1997, ya sólo se necesitaban 225 multimillonarios para reunir más riqueza de la que se produce en países en donde habitan dos mil 500 millones de personas. Y para rematar este punto, sepa usted que se necesita la producción de los 48 países más pobres para igualar la fortuna de los tres hombres más ricos del mundo. Una insólita, insultante concentración de la riqueza social.
En fin, los resultados no son nada alentadores. Es cierto que no hay que ser agoreros del desastre, pero tampoco se deben cerrar los ojos ante la realidad porque, ya se sabe, uno puede ignorar a la realidad, pero ella nunca se olvida de uno. En efecto, en nuestra patria, como saldo del nuevo orden económico mundial globalizado, que algunos amargados llaman capitalismo salvaje, se espera crecimiento cero, o casi, inflación galopante, más desempleo, más emigración todavía, sobre todo de campesinos; se espera, pues, más pobreza, más sufrimiento humano. ¿Qué hacer? Tomar en cuenta las palabras de Pericles en aquel Elogio fúnebre que rescató para nosotros Tucídides: “La felicidad es dada por la libertad y la libertad por el coraje”.