Este 20 de julio, Morena celebró su Octavo Consejo Nacional en la CMDX. En medio de una crisis política detonada por las revelaciones sobre el morenista Hernán Bermúdez, exsecretario de Seguridad de Tabasco, acusado de encabezar “La Barredora”, una célula criminal del Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG), la dirigencia del partido buscó cerrar filas y reafirmar su “identidad política”. Desde el atril, la presidenta nacional morenista Luisa María Alcalde pronunció una frase que alguna vez sirvió de trinchera moral: “no somos iguales”.
Y es que el ahora famoso Hernán Bermúdez no era un actor externo ni un infiltrado del “viejo régimen”. Era un morenista afiliado, nombrado por el gobernador morenista Adán Agusto López, y defendido —hasta hace unos días— por amplios sectores del partido. Su caso no es una anomalía; es el resultado lógico de un proceso de afiliación de “puertas abiertas”, es decir, de abrir las puertas a todo aquel o aquella que lo solicitase.
Durante años, el movimiento de la Cuarta Transformación se presentó como una ruptura ética con la política tradicional. A diferencia de los partidos del pasado —decían—, Morena estaba formado por gente honesta, incorruptible, del lado del pueblo. Pero ese discurso comenzó a erosionarse cuando se optó por el camino de la conciliación con las élites políticas y económicas que supuestamente serían desplazadas.
El partido aceptó sin reservas a decenas de exgobernadores, legisladores y operadores del PRI, del PAN y del PRD, bajo el argumento de que “el pueblo decide” o que “el pueblo pone y el pueblo quita”. Esa política de reciclaje sin escrutinio, presentada como pragmatismo electoral, tuvo consecuencias: Morena renunció a depurar el pasado para ganar en el presente. Y al hacerlo, sembró las condiciones para la crisis que hoy enfrenta.
Ahora, frente al escándalo, la dirigencia responde con una mezcla de negación y control de daños. Alcalde anunció la creación de una comisión para evaluar el ingreso de nuevos militantes. Pero la pregunta inevitable es: ¿por qué ahora? ¿Por qué no antes, cuando se abrieron de par en par las puertas a quienes representaban justamente lo que se pretendía erradicar?
En ese mismo Consejo, Adán Augusto López reapareció en escena tras días de silencio. Su respuesta fue predecible: acusó una campaña de “politiquería”, negó cualquier responsabilidad y fue ovacionado por sus compañeros con gritos de “¡no estás solo!”, una ovación colectiva que solo confirma el pacto de silencio e impunidad morenista. Porque en Morena no se combate la corrupción con el rigor de los principios, sino con la conveniencia de los favores y lealtades políticas.
Lo más grave es que esa frase —“no somos iguales”— no solo ha perdido fuerza simbólica; se ha vaciado de contenido. Cuando el partido en el poder reproduce las mismas prácticas que denunció —y en algunos casos las perfecciona—, lo que emerge no es solo una contradicción política, sino demagogia en toda su amplitud. Porque no hay nada más parecido a los políticos de antes que quienes, habiendo prometido un cambio, terminan administrando las ruinas del viejo sistema con los mismos métodos.
El caso de Hernán Bermúdez es solo el síntoma más escandaloso de un desvío que lleva años gestándose: la institucionalización del oportunismo como política de Estado. Pues cuando Morena dice que “no son iguales”, cabe preguntarse: ¿a quién se lo dicen? ¿A la ciudadanía que observa con decepción la repetición de los mismos vicios de siempre?
El Consejo Nacional quiso mostrarse como una respuesta firme ante la crisis. Pero mientras las decisiones sigan siendo administrativas y no políticas, mientras se privilegie la protección de figuras cuestionadas por encima del deslinde ético, el deterioro seguirá su curso y tal vez no haya Morena gobernando el país 40 años como dijo Fernández Noroña.