Durante siglos se asumió que el artista era un ser de totalidad, capaz de abarcar todos los registros del arte: el creador como figura renacentista, curioso e inagotable, tan hábil con el pincel como con la pluma, tan dueño de la música como del lenguaje. Hoy, sin embargo, la situación es distinta. La complejidad creciente de los lenguajes artísticos ha hecho de la especialización una necesidad más que una elección. En lugar de dominarlo todo, el artista de nuestros días aprende a elegir: explora a fondo una zona de lo inabarcable.
La literatura latinoamericana del Siglo XX es un ejemplo revelador de este fenómeno. Si bien muchos escritores incursionaron en múltiples géneros, su legado suele estar marcado por una especialización tácita, una zona en la que alcanzaron su voz más propia. El argentino Julio Cortázar, por ejemplo, escribió novelas y ensayos, pero fue en el cuento donde su invención alcanzó una nitidez única. En ese género encontró su forma, su velocidad, su manera de tensar el lenguaje sin romperlo.
Algo similar ocurre con el mexicano Juan Rulfo, cuya poesía y fotografía podrían llenar páginas enteras de estudios especializados, pero cuyo peso en la literatura se debe a dos libros: El llano en llamas y Pedro Páramo–el primero, una colección de narraciones y el segundo, una novela breve–. Su dominio del lenguaje narrativo, su oído para las modulaciones del habla rural, su construcción de atmósferas, todo ello revela una dedicación paciente a un único eje: narrar. En cambio, si lo pensamos como poeta, su obra se vuelve casi marginal.
Octavio Paz, a pesar de la fuerza de su poesía, pasará a la historia de nuestra literatura como un ensayista magistral. César Vallejo, en cambio, alcanza sólo en la poesía toda su fuerza expresiva; sus esfuerzos en la narrativa presentan apenas un valor documental.
Estos ejemplos de la literatura son conocidos por el gran público; pero la misma tendencia se repite en otras disciplinas tradicionales, como la plástica o la música. Chaikovski, por ejemplo, es sobre todo un gran orquestador, y su música para piano palidece definitivamente ante la maestría de sus obras orquestales. Todo lo contrario sucede con Chopin, cuyo lirismo no se mueve ya con entera libertad cuando debe abandonar los límites del piano. En la plástica, por citar un solo ejemplo, es difícil pensar en José María Velasco sin asociarlo al paisaje, género que lo ha inmortalizado.
Esta especialización no implica limitación, sino profundidad. En un mundo donde el tiempo parece escasear y los lenguajes se vuelven cada vez más técnicos, el artista ya no puede, ni necesita, ser omnipotente. Basta con que lo que haga lo haga con profundidad y compromiso; que sepa hasta dónde llega su lenguaje, y que tenga la honestidad de no forzarlo.
La especialización, en este contexto, se parece más a una renuncia que a una elección. Una renuncia que libera. El artista ya no busca decirlo todo, sino encontrar lo que puede decir con precisión. Lo otro –lo ajeno, lo que se escapa– lo acepta como parte del paisaje. Tal vez, más que especialización, habría que hablar de afinación. Cada artista encuentra la cuerda que le corresponde, y la tensa hasta que vibra con su voz.