La gentrificación es un proceso donde grandes inmobiliarias, fondos de inversión y propietarios individuales transforman barrios o colonias en mercancías de lujo. Compran propiedades a bajo costo, las remodelan o construyen nuevos edificios para luego alquilarlas o venderlas a precios exorbitantes. Su objetivo: atraer extranjeros o profesionales adinerados, expulsando a las clases trabajadoras oriundas que no pueden pagar rentas que rebasan por mucho sus salarios. Estos barrios cambian radicalmente: los comercios locales desaparecen, surgen negocios que cobran en dólares y se impone una cultura ajena. Los habitantes originarios son convertidos en extranjeros en su propia tierra y terminan forzados a emigrar a las periferias.

Este fenómeno no es casual ni particular de nuestro país, ocurre en todos lados donde opera la lógica del capitalismo en su fase neoliberal; en los últimos treinta años, los Estados han abandonado cada vez más la protección de derechos sociales esenciales como la vivienda, dando una clara preferencia a los intereses de los dueños del mercado. El impacto es innegable: la vivienda se vuelve inalcanzable para la juventud: sólo el cinco por ciento de los mexicanos entre 20 y 29 años puede adquirir una casa.

En este escenario, se comprende la protesta del pasado cinco de julio, donde más de cinco mil manifestantes (la mayoría jóvenes) marcharon por el centro de la Ciudad de México (CDMX). La demanda era inequívoca: acceso a una vivienda digna y un freno a la gentrificación. Algunos medios conservadores calificaron la protesta de “violenta”, revelando implícitamente su contubernio con el capital inmobiliario. Esta complicidad incluye, por supuesto, al gobierno autodenominado de “izquierda”. Veamos.

En 2022, la entonces Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, firmó un convenio con la plataforma Airbnb para fomentar la llegada de los denominados “nómadas digitales”, éstos son trabajadores extranjeros (principalmente de EE. UU., Canadá y Europa) que laboran a distancia para empresas en sus países de origen, percibiendo altos ingresos en divisas fuertes (dólares o euros). Los gobiernos de “izquierda” de la CDMX han impulsado este fenómeno argumentando que genera crecimiento económico. Sin embargo, este beneficio se concentra desproporcionadamente: las ganancias se focalizan en sectores específicos (como la plataforma y propietarios de inmuebles), mientras se agrava la crisis de acceso a la vivienda para la población local. 

Esta dinámica reproduce un esquema característico de las grandes metrópolis: la clase trabajadora es desplazada hacia la periferia, invirtiendo hasta cuatro horas diarias en un transporte público deficiente, al propio tiempo que sus áreas urbanas enfrentan el abandono persistente de servicios municipales. Paradójicamente, bajo una administración federal autodenominada “de izquierda”, el gobierno capitalino no modernizó sustancialmente el transporte público ni instrumentó un programa robusto de vivienda popular. Los cuantiosos recursos destinados a megaproyectos nacionales como el Tren Maya o la refinería de Dos Bocas, cuyo costo total supera los 40 mil millones de dólares, evidencian prioridades regresivas: según cálculos basados en el crédito promedio del Infonavit, que ronda los 717 mil pesos en 2024, ese monto habría permitido financiar aproximadamente ¡1.5 millones de viviendas populares con servicios básicos!, con ello se hubiese abatido el déficit habitacional de tres años en zonas urbanas, o bien atendido la reconstrucción total de 12 líneas completas del metro capitalino, resolviendo estructuralmente la crisis de accesibilidad y movilidad que hoy fractura la ciudad.

La gentrificación es, pues, una expresión depurada del capitalismo contemporáneo: privatiza derechos sociales y los arroja al mercado, convirtiéndose en una máquina de desigualdad que opera con precisión: el 10 por ciento más rico captura el 32 por ciento del ingreso total de la CDMX, frente al 1.7 por ciento que hace sobrevivir al 10 por ciento más pobre (Enigh 2024, Inegi). Además, los actores privados que impulsan este modelo, especialmente gestores de plataformas digitales y propietarios de carteras inmobiliarias, evaden impuestos proporcionales a sus ganancias, ampliando la fractura fiscal. La asimetría se cristaliza en el acceso a la vivienda: los estratos altos destinan apenas el ocho por ciento de sus ingresos a renta, mientras los trabajadores sacrifican el 51 por ciento. Entre 2013 y 2025, el alquiler en colonias como Roma o Condesa se disparó 257 por ciento, ocho veces más que el incremento del salario mínimo. Este capitalismo desbocado florece bajo una administración que, en hipócrita contradicción con su retórica izquierdista, subsidia la exclusión. Frente a esta violencia estructural, la protesta es una respuesta natural; sin embargo, para obtener mejores resultados, ésta debe ser permanente, consciente, organizada y articulada con todos los sectores vejados por las contradicciones del sistema.