Además de compartir lenguas impuestas por los colonialismos español y portugués, los países de América Latina y el Caribe muestran una estructura productiva endeble, “un capitalismo provinciano” y un incipiente proceso de desarrollo industrial que los convierte en un excelente mercado sin competencia para las trasnacionales de Occidente y los grandes corporativos nacionales, que también explotan su mano de obra barata y saquean sus recursos naturales.

Esta situación exhibe la hipocresía del nacionalismo oligárquico local, discurso mentiroso del que también se vale para infundir sentimientos patrióticos en la gente y establecer normas para impedir que otros consorcios le arrebaten el privilegio de explotar y saquear. Tal estatus explica, asimismo, por qué nuestros países están llenos de “changarros”, puestos callejeros y mercados sobre ruedas en donde se comercian productos industriales que no se venden en las grandes tiendas.

La economía informal tiene la tarea complementaria de evitar que la gran industria y los supermercados reporten enormes pérdidas y, algo peor, propiciar que las grandes empresas no se preocupen en crear empleos y pagar mejores salarios.

A esto se debe que sus dueños sólo se ocupen de hacer cada vez más productivas sus empresas; utilizar la última tecnología e inteligencia artificial para reducir la mano de obra y otros costos de producción; obtener las máximas ganancias “a costa de lo que sea” y usar a los medios de comunicación para arraigar la idea de que ellos –a diferencia de los pobres, despilfarradores y “flojos”– arriesgan su dinero en las nuevas generaciones, y ponen todo su esfuerzo para crear empresas, argumentos que se convierten en fieros defensores de los empresarios contra las personas carentes de educación social. Es por ello que los debates sobre “inclusión” de género y protección del medio ambiente tienen sin cuidado a la oligarquía. 

Estos factores han determinado que el 95 por ciento de los negocios sean micro y pequeños, y que los grandes no alcancen el uno por ciento en México y Latinoamérica; las pequeñas empresas emplean al 80 por ciento de la Población Económica Activa (PEA) y las medianas y grandes al restante 20 por ciento.

Estas causales explican por qué el capitalismo actúa como un usurero mentiroso y ramplón que obliga a la mano de obra a autoemplearse y a reproducirse por sí misma sin que le cueste un céntimo. Con estos trucos logra varios beneficios. El primero, quitarse el compromiso social de generar empleos, porque la mayor parte de los ciudadanos “ponen un changarro” para subsistir. El segundo, aminorar las tensiones sociales en el ambiente político local por la falta de empleos e ingresos en buena parte de la población. El tercer beneficio de los capitalistas consiste en desechar las mercancías de consumo personal almacenadas en los grandes corporativos comerciales. Cuarto, que pagan salarios de hambre a los trabajadores porque está a su disposición un ejército de desempleados y subempleados que sobreviven de la informalidad, incluyendo a algunos de sus hijos que estudiaron una profesión de nivel superior y ahora están a su disposición con bajos salarios.

Por ello, cuando gobiernos como el del “segundo piso de la Cuarta Transformación” anuncia el aumento del salario mínimo, o la reducción de la jornada laboral a cinco días de la semana, se ven obligados a precisar a quiénes beneficiarán estas medidas porque, en la naturaleza de las grandes empresas, sólo importa el deseo de explotar a los trabajadores, y las que las aceptan únicamente fingen que las aplicarán; mientras que las pequeñas empresas están incapacitadas para atenderlas por sus escasos márgenes de ganancia. Todo al final es una fantasía más del sistema capitalista.