La gentrificación se ha convertido en uno de los fenómenos más visibles —y conflictivos— en la Ciudad de México. Barrios enteros que durante décadas albergaron comunidades populares hoy lucen llenos de cafeterías de autor, estudios creativos y rentas impagables para la mayoría. Muchos señalan a los extranjeros que llegan a residir como los principales responsables del encarecimiento, pero esa versión superficial confunde efectos con causas. La pregunta de fondo es clara: ¿ciudad para quién? La gentrificación no es un accidente ni una moda inevitable: es el resultado de la lógica del capital inmobiliario y de gobiernos que, pese a proclamarse de izquierda, han permitido que la ciudad se convierta en mercancía, expulsando a quienes la sostienen.

Pero, ¿qué es realmente la gentrificación? No se trata solo de ver cafeterías hipster o murales coloridos en vecindades remodeladas: es un mecanismo estructural de revalorización del suelo. Como explica el geógrafo marxista, David Harvey, se trata de acumulación por desposesión (2003): el capital necesita encontrar nuevas formas de extraer ganancias, y en la ciudad lo hace desplazando comunidades de bajos ingresos para sustituirlas por habitantes que puedan pagar más. A esto se suma la especulación urbana, es decir, el uso del suelo y la vivienda como activos financieros para multiplicar rentas y revender propiedades sin considerar su función social. Bajo esta lógica, la vivienda deja de ser derecho y se vuelve solamente mercancía.

La pregunta clave es: ¿quién se beneficia de este proceso? La respuesta apunta hacia dos grandes responsables. Por un lado, están los grandes actores del capital inmobiliario: conglomerados como Grupo Carso, propiedad de Carlos Slim, concentran decenas de edificios patrimoniales y locales comerciales en zonas clave como el Centro Histórico, controlando buena parte de la vida económica y turística del corazón de la ciudad. Lo mismo ocurre con fondos de inversión global como BlackRock, que aunque no compran casas individuales, sí participan en proyectos de infraestructura y financiamiento que disparan la revalorización del suelo. A esto se suma la irrupción de plataformas como Airbnb, que convierten miles de viviendas en minihoteles para turistas, expulsando a inquilinos locales y reduciendo drásticamente la oferta de renta accesible.

Por otro lado, está el papel permisivo del Estado, que lejos de frenar la voracidad del mercado, la alienta. Desde la llegada de la llamada “izquierda” al gobierno de la ciudad, con Cuauhtémoc Cárdenas en los noventa, pasando por López Obrador, Ebrard, Mancera y Sheinbaum, se ha repetido la misma fórmula: discursos “progresistas” sin una política firme de construcción de vivienda digna y popular, bien ubicada y accesible para las mayorías. Las pocas viviendas sociales construidas no alcanzan para contrarrestar la presión especulativa y la venta de suelo público a grandes desarrolladores solo profundiza la desigualdad. El resultado es una ciudad cada vez más cara, que expulsa silenciosamente a quienes la habitan y sostienen, especialmente jóvenes y trabajadores.

En este contexto, es fundamental no perder de vista lo esencial: la lucha contra la gentrificación no puede confundirse con discursos de xenofobia anti-migrante, pues el verdadero problema no son los extranjeros que llegan buscando una vida más cómoda, ni contra el dueño de una casa o departamento que decide rentarlo para sostenerse. El problema son los grandes fondos de inversión, los monopolios inmobiliarios y los gobiernos que permiten la especulación sin poner límites. Porque es esta estructura de acumulación la que convierte la ciudad en mercancía.

Frente a esta realidad, no basta con indignarse ni caer en la culpa individual. La única salida real es organizarse colectivamente para exigir el derecho a una vivienda digna, accesible y bien planificada. La ciudad no puede seguir gobernada por los intereses de fondos de inversión, plataformas y grandes corporativos que ven cada metro cuadrado como un activo financiero. Necesitamos poner freno a la especulación inmobiliaria mediante regulaciones firmes, límites claros a la concentración de suelo en manos de unos cuantos y, sobre todo, impuestos progresivos a la vivienda ociosa. Pero también se requiere verdadera voluntad política para invertir en la construcción de vivienda popular, planificada de forma equitativa y con mecanismos de propiedad social que garanticen que la ciudad sea para quienes la viven y la sostienen.