Resulta inaudito que en pleno Siglo XXI se conserven prejuicios sobre las preferencias sexuales humanas; y que los mismos activistas, defensores de la diversidad, los fomenten cuando éstos expresan ostentosa y públicamente su orientación sexual. Un ejemplo de las reacciones adversas al libre derecho a la sexualidad de los individuos se ofrece hoy en Estados Unidos (EE. UU.) –el país baluarte del sistema capitalista y la democracia electoral– cuando su actual presidente, Donald Trump, declara que únicamente hay dos géneros, el masculino y el femenino, y advierte que la homosexualidad no será permitida, con lo que de hecho valida la persecución y discriminación hacia quienes tienen preferencias sexuales diferentes.

En México, los colectivos que militan por la libre sexualidad –la mayoría liderados por personas de clase media urbana, intelectuales y funcionarios públicos– han alcanzado “grandes avances” en su lucha por reconocer al no-binario masculino y femenino como un género diferente. Sin embargo, este logro, conseguido con la consigna de “lo que no se visibiliza no se respeta”, ha propiciado la creación de un lenguaje de “género” al que pertenecen palabras jocosas como “magistrade”, “elle” o todes”; y prácticas con las que un joven o infante puede ejercer su derecho a vestir falda porque las prendas no definen necesariamente el género u orientación sexual. 

Pero estos avances en el ejercicio de la libertad sexual de las clases medias, medias altas y altas, aún no pueden llevarse a cabo por los individuos con preferencia sexual diferente de la clase trabajadora de México, porque cuando las realizan abiertamente, enfrentan burlas, discriminación y violencia provenientes de heterosexuales en sus comunidades, incluso de sus mismos familiares. Esta actitud dura e insensible es sentida, particularmente, entre individuos del sexo masculino con rasgos femeninos, contra quienes todos se creen con derecho a juzgar, acosar e insultar por un viejo y arraigado sistema de creencias.

Esta situación insoportable los lleva a la ansiedad y a culparse; y a la menor oportunidad a escapar hacia un ambiente urbano buscando tolerancia, aunque ahí también serán asignados a trabajos marginales y “propios de su género”: la cocina, una estética, un bar o un prostíbulo. Los más trabajadores se abren paso, aprenden a ser buenos ahorradores y administradores y pasado el tiempo, algunos regresan a sus pueblos con dinero contante y sonante para empoderarse y ser objeto de la admiración entre quienes los juzgaban despectivamente. Pero la mayoría no corre con la misma suerte y a muchos sólo les espera la enfermedad y el olvido.

Hoy, mientras los contingentes de la comunidad LGTBI+ se preparan para recorrer las calles de las principales ciudades mexicanas, denunciar los crímenes de odio y la violación al derecho a la libertad sexual, es momento de preguntarse si el camino de esta lucha es el correcto; o, bien, si deberían organizarse junto a la clase trabajadora para exigir acciones concretas de las clases patronal y política, obligándo a éstas a ofrecer mejores condiciones laborales, mejor trato a todos los sectores sociales y que en el país se construya una sociedad más justa e igualitaria en la que todos sus individuos sean felices sin importar talentos, aportaciones y preferencias sexuales.