Existen diversas mediciones internacionales que evalúan la calidad democrática de los países. Una de las más reconocidas es el Índice de Democracia, publicado anualmente por The Economist Intelligence Unit, que clasifica a los Estados según cinco dimensiones: proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política y libertades civiles.
Según el informe de 2023, Noruega encabeza el listado con una calificación de 9.81 sobre 10, situándose como una “democracia plena” debido a que se considera que sus procesos electorales son libres, limpios y frecuentes, que su prensa es independiente y altamente confiable, que existe un altísimo nivel de transparencia y rendición de cuentas, que la participación ciudadana es activa, que existe una educación cívica generalizada, que hay igualdad de género y protección a minorías y sus instituciones son sólidas y sin corrupción sistémica.
En el informe correspondiente a 2023, México aparece como una “democracia imperfecta”, con una puntuación de aproximadamente 6.1 sobre 10. Esta calificación se explica por varios factores persistentes: violencia política e inseguridad, corrupción estructural en múltiples niveles de gobierno, participación política desigual, presiones del Poder Ejecutivo sobre el Legislativo y Judicial y porque considera que las libertades civiles son vulneradas en varias regiones del país. A pesar de este diagnóstico, la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, ha reiterado en diversas ocasiones que nuestro país es “el más democrático del mundo”. Uno de sus principales argumentos es la reforma al Poder Judicial, que permitiría a los ciudadanos votar directamente por jueces, magistrados y ministros. Según la Presidenta, esta medida garantizaría que la justicia deje de ser un privilegio de los poderosos y se convierta en un derecho plenamente accesible al pueblo.
Sin embargo, estas declaraciones contrastan profundamente con los hechos. En los recientes comicios estatales de 2025, especialmente en entidades como Durango y Veracruz, particularmente en este último, se registró una ola de violencia política desde el inicio de las campañas, con ataques y amenazas contra candidatos a presidencias municipales.
Lejos de representar un ejercicio libre, las elecciones en México están coaccionadas por el uso de programas sociales como instrumentos de presión, no son limpias por la violencia que precede a los comicios, y la prensa tampoco es independiente ni confiable, al estar parcialmente alineada con el poder. Durante la última jornada electoral, Morena distribuyó acordeones para orientar el voto hacia sus candidatos y se reportaron múltiples irregularidades.
Además, mientras se estableció que los aspirantes a cargos judiciales debían financiar sus campañas por cuenta propia, se reportó que Lenia Batres, candidata a la Suprema Corte y cercana al oficialismo, utilizó recursos del erario para promover su imagen. Esto no sólo rompe con la equidad en la contienda, sino que evidencia una instrumentalización partidista del aparato judicial.
Es cierto que la elección popular del Poder Judicial podría ser, en teoría, un mecanismo democratizante, como lo propuso la Comuna de París en 1871, donde los jueces eran elegidos por los ciudadanos y además eran revocables. Sin embargo, trasladar ese ideal a un contexto como el mexicano, sin corregir primero la corrupción estructural en las fiscalías y la falta de independencia judicial, sólo convierte la “democratización” en un mecanismo de control político disfrazado de justicia popular.
En México, los nuevos ministros no han sido elegidos por el pueblo, sino por el aparato de poder, y las condiciones materiales para un voto libre y equitativo simplemente no existen. Por eso, y por mucho más, México no es –ni de lejos– el país más democrático del mundo.