Tal vez éste sea el año en que más se ha hablado de paz en Ucrania desde 2022. Las retóricas “pacifistas” en Occidente podrían deberse en alguna medida a la salida del belicismo de Joe Biden y el retorno de Trump a la Casa Blanca. Éste declara la necesidad de negociar, si bien su gobierno no ha logrado detener los compromisos guerreristas adquiridos por su predecesor y por los financieros que invierten en esa aventura militar. En ese sentido, fuera de aquel ámbito mediático, es más probable que las posibilidades reales de alcanzar la paz nazcan de la voluntad de cerrar el umbral de la violencia por parte de los implicados directos en el conflicto. Pero el examen de algunos elementos de las recientes pláticas de Estambul (el pasado dos de junio) ofrece un panorama negativo.
Los ucranianos hicieron públicas sus condiciones antes de la fecha. Entre ellas se habla de asuntos entre el cese incondicional del fuego (precedido por periodos sin combates de 30 días), el intercambio de prisioneros y la mediación de Europa y Estados Unidos en las negociaciones. Sin embargo, el pliego de Ucrania exige cuando menos dos cosas que son visiblemente inaceptables para Rusia. En primer lugar, en cuanto a soberanía, Ucrania no está dispuesta a asumir la neutralidad: manifiesta su legitimidad para asociarse sin restricciones con cualquier entidad de su agrado, independientemente de que la entidad en cuestión sea amenaza para Rusia, como lo es la OTAN. En segundo lugar, en cuanto a cuestiones territoriales, el pliego insiste en el desconocimiento de las adquisiciones territoriales de Rusia desde su anexión de Crimea (marzo de 2014) hasta la fecha.
Los rusos, por su parte, hicieron públicas sus exigencias durante el día de la reunión. Ponen sobre la mesa dos condiciones para cesar el fuego: la primera es la retirada completa de las tropas ucranianas del Donbás, Kherson y Zaporizhia y, la segunda, la restricción de los desplazamientos de fuerzas armadas, la supresión de la ley marcial y el alto a los suministros militares extranjeros en el territorio ucraniano. Exigen reconocimiento internacional para sus adquisiciones territoriales desde 2014, así como la neutralidad de Ucrania, lo cual implica, naturalmente, que este país abandone toda intención de integrarse con entidades hostiles desde la perspectiva rusa, como la OTAN. Además, piden garantías políticas en este país, como sostener elecciones (para, después, firmar la paz con autoridades legítimas), ilegalizar las expresiones y grupos nazis, poner límites al tamaño de sus ejércitos y proponen que no sea Occidente, sino el Consejo de Seguridad de la ONU, quien intermedie cualquier tratado de paz.
No obstante, en vísperas de esas pláticas, el gobierno ucraniano dispuso un bombardeo sobre infraestructura civil rusa, esto es, contra vías ferroviarias en las regiones de Briansk y Kursk, así como otro ataque con drones sobre posiciones y dispositivos de la fuerza aérea al interior del territorio ruso. Incluso después de esto se llevó a cabo la reunión, pero ésta no arrojó prácticamente nada más allá del intercambio de prisioneros. El presidente Putin se pronunció. Señaló que mediante esos ataques no puede ofrecerse paz, y menos aun cuando se trata de un bombardeo terrorista contra objetivos civiles por parte de un gobierno que ya es ilegítimo por la supresión de las elecciones promovida por Zelenski.
Bajo esas circunstancias, cabe preguntarse si es posible la paz; y podría responderse que no. El Estado ucraniano parece desear más bien una escalada virulenta. Y es que, a pesar de ser materialmente evidente que Rusia no puede perder esta guerra, porque es superior en todo (es superpotencia nuclear, posee más gente, tiene más recursos, etc.), el gobierno de Zelenski exige que se cumplan condiciones imposibles y, además, ataca a su enemigo horas antes de sentarse a negociar. En consecuencia, la respuesta de las fuerzas armadas rusas a esa provocación ha sido feroz. Sería una tontería ceder ante un perdedor que, estando tirado en el suelo, sigue lanzando zarpazos.