Un el marco del informe publicado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef), ambos guardianes de la Meta 8.7 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) relativa a la erradicación del trabajo infantil, resulta que los esfuerzos mundiales en la lucha contra el trabajo infantil se han estancado.
El trabajo infantil sigue siendo un problema persistente en el mundo. Las últimas estimaciones indican que más de 160 millones de niños (63 millones de niñas y 97 millones de niños) se encuentran en situación de trabajo infantil a nivel mundial, revelando estas cifras que el modelo económico capitalista es un sistema que, insaciable de ganancia, impone y demanda el trabajo infantil.
Actualmente, de los cerca de 30 millones de niños y adolescentes de entre cinco y 17 años que viven en México, el 13 por ciento realiza algún tipo de trabajo infantil, es decir, más de 3.7 millones de menores realizan obligadamente trabajo infantil, provocando en ellos múltiples consecuencias negativas, pues la explotación laboral infantil mutila el desarrollo educativo, así como la salud física y mental de los menores.
La propia OIT ha señalado que el trabajo infantil es consecuencia inevitable de la falta de justicia social, de modo que la pobreza es el factor determinante que obliga a los menores a realizar actividades laborales. En México, las entidades federativas con mayores índices de trabajo infantil son Guerrero, Oaxaca, Chiapas y Nayarit. Las jornadas laborales de los menores de edad son de hasta 14 horas a la semana en el 62 por ciento de los casos, mientras que el 14 por ciento tiene jornadas de más de 36 horas a la semana.
Los sectores en los que trabajan los niños y adolescentes de México son principalmente el sector primario o agropecuario, que ocupa el 33.3 por ciento; labores relacionadas con la minería, construcción e industria, el 25.7 por ciento; y del sector de servicios con el 15.5 por ciento. Los niños tuvieron una mayor participación en actividades agrícolas, ganaderas, forestales, caza y pesca (39.2 por ciento); las niñas, en las ocupaciones de comerciantes y empleadas en ventas (24.7 por ciento).
Por consiguiente, el trabajo infantil se asocia con el abandono escolar de los niños. Un alto porcentaje de niños muy pequeños en situación de trabajo infantil son excluidos de la escuela a pesar de pertenecer al grupo de edad de enseñanza obligatoria. Más de tres cuartas partes de los niños de cinco a 11 años y más de un tercio de los niños de 12 a 14 años en situación de trabajo infantil no están escolarizados.
Como lo establece la propia Comisión Nacional de Derechos Humanos, el trabajo forzoso u obligatorio de niñas, niños y adolescentes constituye una de las graves expresiones de violencia y discriminación y les imposibilita ejercer a plenitud sus derechos, colocándolos en situación de riesgo y exponiéndolos a afectaciones severas en su salud, como retraso en su crecimiento, predisposición a adicciones, ejercicio a edad temprana de su sexualidad, enfermedades de transmisión sexual y embarazos no deseados.
En México, los menores de edad sí pueden trabajar, aunque de acuerdo con la Ley Federal del Trabajo (LFT) vigente sólo aplica si son mayores de 15 años y deben hacerlo en actividades permitidas y bajo determinadas normas. La LFT establece también que los menores de edad no deben realizar labores peligrosas, insalubres o que interfieran con su educación, esparcimiento y recreación. Además, necesitan de la autorización del padre, madre o persona tutora para desempeñar la actividad laboral.
Y, a nivel mundial, existen dos convenios fundamentales de la OIT: el Convenio #138 sobre la edad mínima (1973), y el Convenio #182 sobre las peores formas de trabajo infantil (1999), este último, que incluye esclavitud, trabajo forzoso y trata, entre otros. No obstante, en los hechos, esta normatividad nacional e internacional es sólo letra muerta y millones de niños tienen que trabajar sin garantías laborales.
El cuadro es desolador: millones de niños carecen de reconocimiento jurídico y social, de prestaciones laborales y garantías de seguridad; estos menores son obligados a trabajar por sus necesidades económicas, aceptan laborar bajo cualquier condición por más insegura e insalubre que ésta resulte, sin protestar ni exigir algún tipo de derecho, quedando en la más absoluta indefensión laboral, a merced de los patrones rapaces y explotadores que, por hambre, especialmente en el campo, los obligan a laborar extenuantes jornadas de trabajo, violando con ello su derecho al sano crecimiento, a la educación, la cultura, el deporte, el arte, es decir, quebrantando su más genuino derecho de aspirar a una vida más digna, más humana.
La explotación del trabajo infantil, es pues, una forma de sometimiento propia del modelo capitalista de producción, donde la ganancia y el capital están por encima de los seres humanos: hombres, mujeres y niños. Por tanto, debemos entender que el problema del trabajo infantil es sólo una consecuencia inevitable de la pobreza que se vive en el mundo, provocada por un modelo económico de producción que explota al trabajador para obtener las ganancias que se acumulan y benefician tan solo a los dueños del capital. Por tanto, cualquier iniciativa de carácter normativo para erradicar el trabajo infantil resulta no sólo insuficiente, sino inaplicable. Que nadie se confunda: el problema no es jurídico, sino económico y político.
Si en verdad se quisiera combatir este flagelo de la explotación infantil que hoy en día se expresa no sólo como explotación de su fuerza de trabajo, sino también en la venta y trata de menores, la servidumbre, la prostitución, la pornografía, el tráfico de drogas y el reclutamiento forzoso por el crimen organizado, habría que combatir su causa más profunda: la distribución inequitativa de la riqueza social.
Habría que comenzar entonces por mejorar los salarios de la clase trabajadora, fortalecer la capacidad adquisitiva de nuestros salarios para obtener así los satisfactores necesarios para la alimentación y desarrollo de nuestros hijos, diseñar y aplicar políticas y programas para garantizar su educación y atención médica para evitar así que nuestros hijos, por hambre, tengan que salir a trabajar a la ciudad o al campo. En suma, para combatir en serio este flagelo lo que habría que modificar es el modelo económico en su conjunto.