Es de conocimiento general que, a principios del Siglo XX, los obreros de las minas de Cananea y de las fábricas textiles de Río Blanco organizaron una serie de huelgas para exigir mejores condiciones laborales a los dueños de esas industrias, entre ellas la reducción de la jornada de trabajo. No hay que olvidar que, en aquel entonces, los trabajadores laboraban entre 10 y 14 horas diarias con salarios miserables. También es sabido que estos movimientos sociales fueron reprimidos por la dictadura de Porfirio Díaz y que, como resultado de los esfuerzos encomiables y arriesgados de los trabajadores, tras la Revolución Mexicana se consagró en la Constitución de 1917 el Artículo 123°, que establece por ley una jornada máxima de ocho horas. Por tanto, resulta incuestionable que, sin la movilización social de entonces, la jornada laboral en México no habría cambiado.

Desde el sexenio pasado, a más de un siglo de distancia, se ha estado debatiendo la reducción de la jornada laboral de 48 a 40 horas semanales. En ese contexto, resulta necesario cuestionar no sólo la coyuntura de dicha propuesta. Si bien es cierto que en algunos países europeos se debate la reducción de la jornada laboral de 40 a 35 horas semanales, también surgen preguntas obligadas: ¿por qué la iniciativa proviene del gobierno? ¿Y por qué se plantea su implementación hasta el año 2030? Estas preguntas no son ociosas, sobre todo porque la propuesta parece responder a un cálculo político: 2030 es año electoral. Por lo visto, se trata de una estrategia de mediatización del gobierno sobre la clase trabajadora, para que ésta, una vez más, le otorgue su voto al partido gobernante.

A diferencia de las huelgas de Cananea y Río Blanco, en las que los obreros arriesgaron la vida, hoy la iniciativa parte del gobierno y se acompaña de un discurso oficialista que busca capitalizar el malestar obrero. No olvidemos que, en 2022, la propuesta de la entonces diputada de Morena, Susana Prieto Terrazas, fue ignorada y que ahora el gobierno de la Cuarta Transformación la presenta como propia.

La reducción de la jornada laboral es necesaria y urgente, sobre todo cuando México, según la OCDE, es uno de los países con las jornadas más largas y, al mismo tiempo, con baja productividad. No hay duda de que los trabajadores mexicanos necesitan trabajar menos horas, pero esa medida resulta insuficiente si no va acompañada de un aumento salarial y medidas para combatir la informalidad. El 60 por ciento de los trabajadores gana menos de ocho mil pesos al mes cuando la canasta básica rebasa los siete mil pesos. Y por si fuera poco, más de la mitad de la población ocupada se encuentra en la informalidad, lo que exige medidas estructurales más amplias. Reducir la jornada sin atajar la precarización sería un triunfo a medias.

Por eso, la verdadera pregunta no es si 40 horas son justas –porque lo son–, sino si ésta será una victoria alcanzada por la clase trabajadora o una dádiva calculada, para condicionar el voto.