Son varias las polémicas recientes que han ocupado la discusión pública en torno a la llamada narcocultura, particularmente en la música. Desde la exhibición pública de figuras de los cárteles en conciertos públicos hasta el concurso de canciones lanzado por el gobierno de México, además de las discusiones actuales en varios congresos de los estados sobre la prohibición de tales expresiones musicales.

La narcocultura en México es un conjunto de expresiones simbólicas –musicales, visuales, literarias y cotidianas– que giran en torno a la figura del narcotraficante. A través de canciones, series televisivas, códigos de vestimenta ostentosos y modos de vida, esta cultura articula imaginarios de poder, éxito y violencia vinculados al crimen organizado.

Es fundamental comprender que la narcocultura no es una causa del narcotráfico o de la violencia, sino una consecuencia. Surge como resultado de contextos estructurales de exclusión, pobreza, desigualdad y abandono institucional. Para muchas personas jóvenes, especialmente en zonas rurales o periféricas, el mundo del narcotráfico no sólo representa una vía de escape económico, sino también un horizonte simbólico en el que pueden imaginar una forma de vida con participación, reconocimiento y pertenencia.

El florecimiento de la narcocultura en México tiene dos causas directas y principales. La primera es la neoliberalización de las políticas culturales a partir de la década de 1990, cuando el Estado mexicano comenzó a reducir su participación en la producción, fomento y distribución de bienes culturales. Se debilitó el apoyo a proyectos comunitarios, a la formación artística y a los medios públicos y se privilegió un modelo de mercado en el que los productos culturales son consumidos como mercancías rápidas, sin una dimensión ética o educativa. En este contexto, las narrativas del narco encontraron espacio en grandes medios comerciales, sin contrapesos ni alternativas sólidas.

La segunda causa fue el inicio de la llamada guerra contra el narcotráfico durante el sexenio de Felipe Calderón, de 2006 a 2012. Esta estrategia militarizada, lejos de reducir la violencia, provocó una intensificación de los conflictos entre cárteles, una mayor presencia del crimen organizado en la vida cotidiana y, lo más grave, una normalización de la violencia extrema.

Es en este doble vacío –el cultural y el de la seguridad– donde la narcocultura se ha expandido con fuerza. No se trata de un simple producto mediático, ni de una moda, ni de una glorificación sin consecuencias. Es un reflejo de un Estado que ha dejado de cumplir su función de garante del acceso equitativo a la cultura y que ha permitido que otras lógicas ocupen ese espacio.

Por ello, es urgente que el Estado retome su papel rector en la oferta de bienes y servicios culturales, promoviendo una política que no se limite a la rentabilidad ni al espectáculo, sino que impulse la creación, distribución y acceso a expresiones culturales plurales, críticas y comunitarias. Sólo así será posible disputar los imaginarios sociales que hoy monopoliza la narcocultura y construir alternativas simbólicas y reales que respondan a las necesidades y aspiraciones de una sociedad profundamente desigual.