El árbol, como abstracción, es un elemento infaltable en todos los monumentos literarios de la antigüedad; no es descabellado afirmar que también es uno de los primeros seres vivos a los que la humanidad dio nombre y, sin exagerar, que todo el arte está lleno de árboles; puede decirse que cada especie tiene su sitio reservado en la literatura universal, quedando demostrada así su importancia para la vida y la cultura de todos los pueblos.

Dos higueras (Ficus carica), descendientes de aquellas traídas de Medio Oriente y que prosperaron en el clima del Uruguay inspiraron, en pleno Siglo XX, a dos grandes poetas cuya sensibilidad inmortalizó a la especie en sendas obras maestras. La primera –y más conocida– es la modernista Juana de Ibarbourou (1892-1979) quien elabora una fina prosopopeya y, atribuyendo sentimientos humanos a La Higuera, se refiere gentilmente a su belleza mientras ella la escucha, compensando así la ininterrumpida rudeza de otros hombres y formulando un elocuente alegato contra toda crueldad y violencia verbal. El segundo poeta, a quien llamamos hoy a esta Tribuna, es su paisano y coetáneo Pedro Leandro Ipuche (1890-1976), cuyos versos, uruguayos y universales, también cantan a La Higuera, haciendo referencia a la parábola bíblica del árbol estéril, a los frutos por los que los conoceréis y cubriendo de elogios a aquellos que, representados por este árbol, sin ostentación, con modestia, entregan generosos al caminante la dulzura de sus frutos.

La lastimó Jesús como una réproba

con su palabra extrañamente crespa.

La higuera maternal, ancha y lechosa,

retorciéndose, humilde, oyó al Maestro.

Fue un mal momento del Rabí doliente:

la furia lo agitó, cárdena y brava.

Quién sabe si la higuera desde entonces,

no es sufrida, nostálgica, quebrada.

Hay árboles que gritan y se enojan;

hay árboles que aguzan sus espinas;

hay árboles que cantan y entusiasman;

y la higuera es callada, íntima, mística.

Arcana hija de las piedras rotas,

longeva, cenicienta, contrahecha,

pezonada de grietas y de mieles,

guarda una fuerza heroica de raíz.

La higuera es toda brazos, manos, dedos;

así es de maternal que da sus leches

en una santidad de mano abierta:

una gran mano que se extiende en manos.

Bien ejemplar su placidez donante:

a veces, conmovido, me parece

que es una vaca vegetal tranquila

con sus higos, su anchura, su humedad.

Yo la he visto tapada por sus hojas

tan frescas y tan ásperas. La he visto

botonada de higüelos apretados,

y a su sombra me he puesto antiguo y dulce.

La he visto en madurez, rica de gotas,

como si un colmenar se hubiera hundido 

en sus raíces, y se alzara trémulo 

hasta ser constelado en fruta viva.

Y la he visto huesosa y tan desnuda

con sus manos heridas y vacías,

como un santo robado y puesto a escarnio

a la luz más alegre y a los fríos.

Hija de los pedriscos, vieja hermana

del cardo y las espinas de la cruz,

blanda y suelta de almíbar en verano,

cuando es dura la luz.

(…)