La falta de empleos y oportunidades no sólo debe interesar a los afectados, sino también a los gobernantes responsables que se ocupan en garantizar que en su población haya equidad, que el desempleo no acumule un ejército de reserva laboral que permita a los empresarios pagar bajos salarios, incluso en ganarse el agradecimiento de los ciudadanos que logran conseguir “chamba”.
Pero eso no sucede en México porque aquí, “gracias” al enorme ejército de reserva, el empleado debe resignarse con su suerte y aceptar los mendrugos salariales y las condiciones de trabajo más riesgosas donde peligra su vida porque, en cualquier momento, el patrón puede reemplazarlo por alguien más joven, más fuerte y mejor capacitado.
Cuando otra vez está en el desempleo y ha tocado todas las puertas, solamente le quedan tres opciones: emigrar a Estados Unidos (EE. UU.) en busca de un trabajo digno y mejor pagado; disponerse a delinquir individualmente o enrolarse en el crimen organizado. La línea entre el decoro y la descomposición social aparece tan delicadamente tenue que muchas personas toman la decisión más amarga de su vida.
Las mayores fuentes de la migración laboral en México son las áreas pobres de las colonias populares citadinas y las zonas rurales más diversas. Los migrantes deben atravesar extensos territorios desérticos y el río Bravo, además de pagar enormes cuotas a los coyotes, y deben soportar los tratos de verdugo que les dan.
Ya en tierra estadounidense deben sufrir el desprecio de sus patrones gringos y hacer toda suerte de malabares para no convertirse en foco de atención de los habitantes locales, que tienen un mejor nivel socioeconómico y profesional y, después de juzgarlos por su apariencia, denunciarlos a la “migra” para que sean deportados de la Unión Americana.
Cuando el migrante regresa a México, tiene al menos la satisfacción de haber enviado el dinero que su familia siempre estuvo esperando. Y anualmente, cuando las remesas se recuentan, el gobierno en turno las presume como el resultado de su “eficiente gestión”, sin mencionar que cada dólar es sudor, sangre, lágrimas y tristezas de los que se fueron.
El grave deterioro enfrentado por la economía nacional lleva a muchos mexicanos a buscar cualquier descuido de sus semejantes para hacerse de unos pesos. La sociedad vive tan amenazada que cualquier persona con un empleo estable, un ingreso fijo, sea medio o medio-alto, puede ser víctima de los delincuentes.
Los altos índices de inseguridad pública y violencia delictiva golpean a todos los estratos sociales; pero los de menos ingresos son quienes más los padecen. Y es así porque sus viviendas son precarias, sin bardas o cámaras de seguridad ni dinero necesario para pagar guardias de seguridad.
¡Ni pensar que las autoridades cumplan con sus tareas! Incumplen porque han sido rebasadas o están coludidas con los criminales. Por ello, en los barrios urbanos y rurales, los vecinos organizan guardias nocturnas o policías comunitarias porque el robo a mano armada es tan intenso en las calles, transportes y hogares a cualquier hora del día.
En resumen: si los trabajadores formales y gran parte de los pequeñoburgueses no tienen garantizada una vida decorosa, segura y muchos de sus integrantes pueden verse obligados a emigrar o delinquir, ¿entonces para qué sirve un sistema económico y un gobierno burgués como los que hoy rigen en México?
Si la respuesta es que no sirve para nada, ¿no será hora de que la clase trabajadora, unida, educada y organizada, los reemplace?