Carlos Marx enseña que la anarquía de la producción es una de las principales leyes del sistema capitalista y conduce a la sobreproducción de mercancías hasta ocasionar una crisis económica. Cuando las empresas no pueden dar salida a sus productos, dejan de obtener ganancias; en consecuencia se interrumpen los procesos productivos, las mercancías permanecen en las bodegas durante mucho tiempo, se descomponen y los productos perecederos se pudren; aunque mucha gente carezca de esas mercancías e incluso las necesite urgentemente, no llegarán a sus manos, porque los propietarios preferirían conservarlas almacenadas o perderlas que hacerlas llegar gratuitamente a los necesitados. Nunca bajarán los precios por debajo de los costos de producción con el fin de que la gente pobre los adquiera; para los empresarios burgueses es preferible dejar de producir e incluso destruir las mercancías que “regalarlas”; existen muchas pruebas de este fenómeno: en las empresas agrícolas, por ejemplo, se dejan de cosechar los frutos aunque exista gente hambrienta que estaría dispuesta a recogerlos si se le permitiera; para los empresarios esto sería contrario a sus intereses y, en un acto irracional, prefieren que los frutos se pudran y esperar que haya consumidores que puedan pagarlos para volver a producir; y a veces, para evitar que los precios bajen, los capitalistas prefieren arrojar al mar o incinerar su producto antes que permitir sea utilizado por consumidores que no pueden pagarlo.
He aquí uno de los aspectos de la irracionalidad capitalista que el poeta argentino Álvaro Yunque (1889-1982) denuncia en Elegía por cincuenta toneladas de patatas: el acto irracional de destruir –en un evento verídico, documentable– los alimentos que habrían salvado de la muerte a miles de niños, mujeres y ancianos que a poca distancia se debaten en el hambre y la miseria; desenmascarando artísticamente a una sociedad en la que no se produce para satisfacer las necesidades de las mayorías, sino para que las ganancias fluyan hacia las arcas de los dueños del capital. Y esto, señala el poeta, ocurre en la metrópoli capitalista, en Estados Unidos, en la nación que se autoproclama guardiana de la libertad, los derechos humanos y la democracia. Sus hombres ilustres, sus poetas y el propio emblema de estos valores superiores, la estatua de la Libertad, son hoy testigos mudos de la injusticia de un modelo en el que priva, como un dios, el Dólar.
Fue en Baldwin el delito, miserables,
fue el crimen, corazón, en Yanquilandia,
donde el Dólar predica:
—“¡Democracia, señores, Democracia!”
(Withman se cubre el rostro, pero impreca.
Withman, callado, canta.
Lincoln se cubre el rostro, pero ruge.
Lincoln, callado, habla.)
“¡Democracia, señores!”.
Donde se linchan negros, “¡Democracia!”,
donde la libertad –¿la tuya, Washington?–
tiene una enorme estatua.
Lo dicen con patético cinismo
las dos líneas no más de un cablegrama:
“En Baldwin (Alabama) se quemaron
cincuenta toneladas de patatas”...
¡Cincuenta toneladas, hambrientos,
cincuenta toneladas, niños, parias,
madres sin leche, viejos mutilados,
cincuenta toneladas de patatas!
(Franklin se cubre el rostro, pero llora.
Franklin, callado, brama).
Hambre, miseria, carestía; el Dólar
os grita: “¡Democracia!”
La libertad en el cubil del Ogro
tiene una enorme estatua.
(¿Aún de allá traerías tus maestros?...
y Sarmiento también, ceñudo, calla.)
¡Cincuenta toneladas, desdichados,
cincuenta toneladas de patatas!
Pueblos que mueren de hambre en todo el mundo,
quema el Dólar cincuenta toneladas,
cincuenta toneladas, infelices,
cincuenta toneladas de patatas.
Seguid bebiendo, pobres, el narcótico
que os suministra el Dólar: “¡Democracia!”
Postraos de rodillas ante el mito:
La libertad se congeló en estatua.
Y siempre esta obsesión de pesadilla,
¡Cincuenta toneladas de patatas!
Hay libertad para prenderles fuego
y el Dólar ululando: “¡Democracia!”
Cincuenta toneladas en cenizas,
cincuenta toneladas,
cincuenta toneladas hechas humo,
cincuenta toneladas de patatas.