“Querido Teodoro –contestó la filósofa cínica–, mucho y muy bien he oído hablar de ti. Por toda Atenas se cuenta lo diestro que eres en el arte del silogismo, ¿serías tan amable de examinar uno de los míos?” Así, según el relato de Diógenes Laercio, Hiparquía de Maronea enfrentó a Teodoro el Ateo en una discusión filosófica en el Siglo IV a.C., desafiando no sólo a un hombre, sino a una sociedad entera que relegaba a las mujeres al gineceo y al telar. Su respuesta a la burla de Teodoro –“¿Es ésta la mujer que dejó la lanzadera?”– es un emblema de emancipación: “Soy yo, Teodoro. Pero, ¿crees que tomé una mala decisión al dedicar mi tiempo a la educación en lugar de perderlo en el telar?”
La Grecia clásica confinaba a las mujeres a roles estrictamente definidos. Penélope, el ideal femenino, tejía pacientemente mientras esperaba a Ulises, encarnando el silencio y la sumisión. Por el contrario, Hiparquía rompió con este molde, rechazó el destino tejido para ella y eligió una vida filosófica como discípula del cínico Crates de Tebas, con quien compartió no sólo su existencia, sino también la pasión por la autarquía, es decir, la autosuficiencia y determinación, y el cuestionamiento de las convenciones sociales.
El matrimonio entre Hiparquía y Crates fue un acto subversivo. En un mundo donde el hombre era quien debía elegir y enseñar a su esposa cómo ser “una buena mujer”, Hiparquía no sólo escogió libremente a su compañero, sino también lo hizo bajo términos de igualdad. Vivió al margen de las normas que subordinaban a las mujeres a la voluntad masculina y se proclamó dueña de su cuerpo y de su mente, una rareza en una cultura donde incluso Aristóteles definía a la mujer como un mero receptáculo para la simiente del hombre.
Hiparquía no sólo renunció al telar, sino también a una vida confinada dentro de los límites del hogar. Al hacerlo, se adelantó a una tesis que, siglos después, inspiraría a las mujeres de la Ilustración: la igualdad de los sexos. Cabe señalar que el trabajo doméstico no debe ser menospreciado, sino reivindicado en su justa medida; sin embargo, en este caso, la actitud de Hiparquía constituyó una auténtica gesta. Como señala Puleo, este gesto valiente tuvo un alto costo para quienes lo emprendieron, pues muchas mujeres filósofas o escritoras de los siglos XVII y XVIII pagaron caro por desafiar las normas de su tiempo. Escribir, pensar y discutir en el ámbito público eran actividades consideradas inapropiadas, incluso ridículas, para una mujer. Figuras como Danielle Haase-Dubosc han subrayado que los espacios del saber, aunque hostiles, se fueron transformando lentamente gracias a las luchas colectivas y a las denuncias, permitiendo que mujeres como Hiparquía en la Grecia Antigua y autoras del Siglo XVII cuestionaran las jerarquías establecidas.
Al igual que sus compañeros Antístenes, Diógenes y Crates, Hiparquía vivió una filosofía práctica que demolía la represión de la sociedad griega. Pero su aportación es única, porque lo hizo desde una posición doblemente marginada: como mujer y como filósofa.
A pesar de su audaz vida, la memoria de Hiparquía ha sido relegada a las notas a pie de página de la historia de la filosofía, mencionada principalmente como la esposa de Crates que “también hacía filosofía”. Su vida y obra, sin embargo, encarnan el desafío a una cultura que temía a las mujeres independientes, como lo demuestra el mito de las amazonas, esas guerreras que aterrorizaban a los hombres griegos por su negativa a casarse, tejer y depender de un varón.
La filosofía de Hiparquía, al igual que su vida, fue una declaración de libertad. Al traspasar los límites impuestos por la sociedad, reclamó su derecho a pensar, discutir y vivir bajo términos justos y racionales. Hiparquía no sólo dejó la lanzadera del telar; dejó un legado que, aunque oculto por siglos, sigue siendo un faro para quienes buscan romper las cadenas del sistema impuesto.