Nació en Galilea, el 13 de marzo de 1941. En 1948, tras la retirada de las tropas británicas de Palestina y la implantación del Estado de Israel, su familia se vio obligada a huir de su casa. Es considerado el poeta nacional palestino. Comunista y militante activo contra la ocupación y por la independencia de su país, sufrió persecución, cárcel y exilio. Integró el Comité Ejecutivo de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Es autor de una veintena de libros de poesía, el último de los cuales es Como la flor del almendro o allende (2009). El poema que reproducimos, en traducción de Luz Gómez García, refiere el asesinato del niño Muhammad ad-Durra, acribillado en brazos de su padre por soldados del ejército israelí el 30 de septiembre de 2000, en Gaza. Las desgarradoras imágenes del crimen fueron televisadas en todo el mundo.
Muhammad,
acurrucado en brazos de su padre, es un pájaro temeroso
del infierno del cielo: papá, protégeme,
que salgo volando, y mis alas son
demasiado pequeñas para el viento… y está oscuro.
Muhammad,
quiere volver a casa, no tiene
bicicleta, tampoco una camisa nueva.
Quiere irse a hacer los deberes
del cuaderno de conjugación y gramática: llévame
a casa, papá, que quiero preparar la lección
y cumplir años uno a uno…
en la playa, bajo la palmera…
Que no se aleje todo, que no se aleje…
Muhammad,
se enfrenta a un ejército, sin piedras ni
metralla, no escribe en el muro: “Mi libertad
no morirá” –aún no tiene libertad
que defender, ni un horizonte para la paloma
de Picasso. Nace eternamente el niño
con su nombre maldito.
¿Cuántas veces renacerá, criatura
sin país… sin tiempo para ser niño?
¿Dónde soñará si se queda dormido…
si la tierra es llaga… y templo?
Muhammad,
ve su muerte viniendo ineluctable, pero
se acuerda de una pantera que vio en la tele,
una gran pantera con una cría de gacela acorralada; mas
al oler de cerca la leche
no se abalanza,
como si la leche domara a la fiera de la estepa.
“Entonces –dice el chico– me voy a salvar”.
Y se echa a llorar: “mi vida es un escondite
en la alacena de mi madre, me voy a salvar… yo daré fe”.
Muhammad,
ángel pobre a escasa distancia del fusil
de un cazador de sangre fría. Uno
a uno la cámara acecha los movimientos del niño,
que se funde con su imagen:
su rostro, como la mañana, está claro,
claro su corazón como una manzana,
claros sus diez dedos como cirios,
claro el rocío en sus pantalones.
Su cazador debería haberlo pensado
dos veces: le voy a dejar hasta que sepa deletrear
esa Palestina suya sin equivocarse…
me lo guardo en prenda
y ya le mataré mañana, ¡cuando se subleve!
Muhammad,
un jesusito duerme y sueña
en el corazón de un icono
fabricado de cobre,
de madera de olivo,
y del espíritu de un pueblo renovado.
Muhammad,
hay más sangre de la que precisan los noticieros
y a ellos les gusta: súbete ya
al séptimo cielo,
Muhammad.
Las golondrinas de los tártaros
El cielo es mi montura. Lo he soñado:
era pasado el mediodía. Los tártaros
avanzaban bajo de mí y bajo el cielo: nada veían
más allá de sus jaimas bien plantadas. Nada sabían
del futuro de nuestros rebaños, a merced del invierno inminente.
La tarde es mi montura. Como golondrinas,
los tártaros escondían sus nombres en los tejados de las aldeas,
dormían apacibles entre nuestras espigas,
sin soñar con después del mediodía, cuando
el cielo vuelva a los suyos
poco a poco en la tarde.
Tenemos un único sueño: que el aire pase
como un amigo, difundiendo el olor del café árabe
por las colinas expuestas al verano y al forastero…
Yo soy mi sueño. Cada vez que mi pecho se encoge,
como una golondrina extiendo las alas. Soy mi sueño…
Entre la multitud, me ha bastado con mirarme al espejo,
preguntándome por los astros
que deambulan a los pies de quien amo…
En mi soledad hay caminos para el que peregrina a Jerusalén
—sobre las piedras, palabras arrancadas como plumas.
¿Cuántos profetas necesita la ciudad para preservar el nombre
de su padre y acabar claudicando: caí sin combatir?
¿Cuántos cielos combina con cada pueblo
para que le quede bien su chal carmesí? Oh sueño mío…
¡No nos claves así la mirada!
¡No seas el último mártir!
Temo por mi sueño y me asusta el fulgor de la mariposa
y las manchas de mora del relincho del caballo.
Por él temo al padre y al hijo y a los que pasan
por las orillas del Mediterráneo buscando dioses
y el oro de sus predecesores;
por mi sueño me dan miedo mis manos
y una estrella que aupándose
a mis hombros espera el canto.
Tenemos, nosotros, pueblo de noches antiguas,
[nuestros ritos
para ascender a la luna de la rima.
Creemos en nuestros sueños y mentimos a nuestros días
—no todos nos acompañan desde que llegaron los tártaros.
Pero ya se preparan para marcharse,
¡y se dejan detrás nuestros días! Dentro de poco bajaremos
a poblar nuestros campos. Haremos banderas
con sábanas blancas. Si hemos
de tener bandera, que sea así, limpia
de símbolos que la arruguen… No nos movamos,
no echemos a volar nuestros sueños detrás del carromato del forastero.
Tenemos un único sueño: dar con
nuestro sueño, como cada muerto
con su estrella.
No me han reconocido en las sombras que
difuminan mi color en el pasaporte.
Mi desgarrón estaba expuesto
al turista amante de postales.
No me han reconocido… Ah, no prives
de sol a la palma de mi mano,
porque el árbol
me conoce…
Me conocen todas las canciones de la lluvia,
no me dejes empalidecer como la luna.
Todos los pájaros que ha perseguido
la palma de mi mano a la entrada del lejano aeropuerto,
todos los campos de trigo,
todas las cárceles
todas las tumbas blancas
todas las fronteras
todos los pañuelos que se agitaron,
todos los ojos
estaban conmigo, pero ellos
los borraron de mi pasaporte.
¿Despojado de nombre, de pertenencia,
en una tierra que ha crecido con mis propias manos?
Job ha llenado hoy el cielo con su grito:
¡no hagáis de mí un ejemplo otra vez!
Señores, señores profetas,
no preguntéis su nombre a los árboles,
no preguntéis por su madre a los valles:
de mi frente se escinde la espada de la luz,
y de mi mano brota el agua del río.
Todos los corazones del hombre… son mi nacionalidad:
¡retiradme el pasaporte!