Terminó el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, y en este comentario hacemos un balance final del desempeño de la 4T en el sector cultural, a la luz de los resultados de tres de los principales ejes discursivos de su proyecto.

Número uno: “Cultura para la paz”. Esta especie de eslógan político fue planteado en 2019 en el llamado Plan Nacional de Desarrollo, publicado por el Gobierno Federal en septiembre de ese año. La cultura para la paz era, pues, el eje transversal de todas las acciones de la política cultural. Se veía, pues, a la cultura, como una herramienta de cohesión social en un México marcado por la violencia y la desigualdad. Fuera de ciertas acciones particulares que pudieran causar algún entusiasmo, este objetivo transversal de la política cultural fue un rotundo fracaso. Las estadísticas no mienten: el México de 2024 ha alcanzado cifras récord de violencia, delincuencia y desapariciones. La exitosa militarización del país habla claramente del fracaso de ese proyecto pacificador.

Número dos: Descentralización de la cultura. Este concepto se refiere a un viejo problema de la política cultural mexicana: el hecho de que los bienes y servicios culturales se hallan distribuidos inequitativamente a lo largo del territorio nacional –no sólo desde el punto de vista geográfico, sino también por elementos de carácter económico, como el poder adquisitivo de las familias o el dinamismo de las economías locales–. Así, nos encontramos con el problema de que zonas históricamente rezagadas, como los estados de Guerrero y Chiapas, carecen de una estructura suficiente de bienes y servicios culturales: pocos museos, bibliotecas, teatros, etc. Y en contraparte, zonas del país con indicadores económicos más elevados (como la Ciudad de México, Guadalajara o Monterrey) acaparan una buena parte de esa infraestructura cultura, lo que viene acompañado, además, de presupuestos mucho más generosos.

El intento de la política cultural de este sexenio por romper con la citada centralización tampoco fue exitoso. No solamente se priorizaron proyectos millonarios altamente centralizadores, como la creación del Complejo Cultural Los Pinos y el ambicioso proyecto del Bosque de Chapultepec –ambos en una zona central de la Ciudad de México, objeto constante de las críticas contra la centralización–, sino que la política generalizada de reducción presupuestal a las instituciones culturales afectó con especial gravedad el trabajo de organismos y dependencias en el interior del país, trabajo ya de por sí incipiente y maltrecho. El frustrado traslado de la sede de la Secretaría de Cultura al estado de Tlaxcala ilustra también las insuficiencias del proyecto de descentralizar la oferta de bienes y servicios culturales.

Número tres: Priorizar acciones culturales en las zonas más pobres del país. Este objetivo, también enunciado en el Plan Nacional de Desarrollo, presentó el severo obstáculo de la insuficiencia presupuestal. La pobreza del presupuesto para cultura –que en nuestro país oscila entre el 0.4 y el 0.5 por ciento del PIB, mientras que la UNESCO nos recomienda un mínimo de uno por ciento– ha sido desde hace muchos sexenios el gran problema transversal de toda la política cultural de México. Con la reducción financiera tan drástica que aplicó la 4T a todas las instituciones culturales, prácticamente se volvió imposible la aplicación del principio de priorizar las zonas pobres. Los organismos y dependencias culturales no solamente quedaron imposibilitados para emprender proyectos nuevos o innovadores, sino que redujeron sus funciones a las mínimas indispensables para su supervivencia. Este acento discursivo sobre la atención a las zonas más pobres vino acompañado, eso sí, de un embate frontal a las plataformas convencionales de fomento a la creación artística; como ejemplos pueden citarse la reestructuración del Fondo Nacional de Creadores de Arte (Fonca), la desaparición del Fidecine, el Fondo de Inversión y Estímulos al Cine, o la constante incertidumbre en los pagos a los trabajadores del INBAL y del INAH. Así que el discurso de fortalecer la oferta cultural en los sectores más marginados no solamente no se alcanzó, sino que se profundizó –con ese pretexto– el desmantelamiento de la ya insuficiente infraestructura cultural del sector público.

Los resultados finales de la política cultural de la 4T, en suma, nos dejan más incertidumbres que aciertos. Más allá de exabruptos retóricos, se trató, en realidad, de un sexenio difícil para todo el sector cultural. Un sexenio que profundiza la histórica insuficiencia presupuestal y que estuvo marcado por proyectos improvisados que terminaron casi siempre en experimentos fallidos.