El ánimo de los mexicanos parece renovarse cada seis años. En estos días, muchos paisanos piensan que el gobierno comenzado el primero de octubre será mejor que los anteriores, sólo porque en la historia de México habrá, por primera vez, una Presidenta; e ingenuamente creen que el hecho de que sea mujer lo garantiza. Pero no: gobernar bien no es cuestión de género; y aunque a lo largo de la historia, en otros países, ha habido jefas de Estado increíbles, su buen ejemplo es de difícil réplica en nuestro país; porque hoy, éste necesita gobernantes que surjan de las entrañas del pueblo y de probada capacidad para la lucha social. Es cierto que la Presidenta es una mujer preparada, pero sus antecedentes no son de los mejores porque proviene de un entorno grupal en el que abundan pilluelos y corruptos, muchos de ellos forman parte de su gabinete.

Algo también cierto es que, con el nuevo gobierno, no desaparecerán las “chamanerías” de su antecesor, peor aún, éstas aumentarán considerablemente. Esto se debe a que la doctora pertenece a una generación de intelectuales que usan el folclor y las creencias de los pueblos indígenas como ejemplo de vida y “objetivo de justicia”; pero se desentienden absolutamente de la sufrida y cruel realidad que soportan las clases marginadas al ocupar la escala más baja en la actual sociedad mexicana. Los apasionados discursos, leyes y gritos con los que exigen atender a los pueblos originarios contrastan enormemente con lo poco o nada realizado para que los gobiernos los saquen de la miseria y los doten de la infraestructura y los servicios básicos más indispensables.

La denominación “pueblos mágicos”, aplicada a varios municipios y comunidades, no necesariamente ha significado una mejora socioeconómica para sus habitantes, porque se trata de un recurso de la “nomenclatura turística” con que los intelectuales, de cuya estirpe proviene la doctora, convierten al indígena en curiosidad folclórica para tomarse la foto. Es una actitud similar a la que los primeros españoles mostraron con los nativos de esta tierra durante el Siglo XVI llevando a algunos de ellos a Europa para que la corte real saciara su curiosidad. Hoy, la nueva corte que se ha instalado en Palacio Nacional se regodea con la humillación de estos grupos.

El 12 de octubre, cuando se conmemora el “encuentro de dos razas”, es una de las fechas favoritas de muchos políticos para tomarse la foto y mostrar su indignación pasajera por el saqueo y el genocidio perpetrados hace más de 500 años. Es seguro que se enviarán más cartas a los reyes de España exigiendo una disculpa pública, porque el escándalo mediático resulta más barato, hueco y sin sentido que llevar una escuela, construir una buena clínica o hacer una carretera en las altas montañas serranas o en los llanos desérticos donde se encuentran confinados los grupos originarios. 

En estos pueblos, la gente sigue trabajando con las mismas prácticas agrícolas que se empleaban a la llegada de los españoles; siguen comiendo alimentos muy humildes porque no tienen dinero para más; y ahora invocan al dios y a los santos cristianos para que les mejoren su suerte y sanen de muchas enfermedades que la maléfica pobreza engendra en sus proles, entre las que una diarrea se vuelve mortal. En estas comunidades, el tiempo parece haberse detenido y este hecho es la mejor prueba de que la justicia no ha llegado a los pueblos originarios, para ellos se ha reducido a un discurso demagógico que sólo sirve a quienes conviene aparentar preocupación o “justicia”; una justicia social de la que los indígenas no se han enterado por mucho aunque lo digan los “doctores” y los intelectuales; y por mucho que éstos se vistan a la usanza de los pueblos originarios, ya que éstos saben que aunque “la mona se vista de seda, mona se queda”.