La escritora, crítica literaria y poetisa revolucionaria Mirta Aguirre Carreras (18 de octubre de 1912 - ocho de agosto de 1980). Luchó toda la vida por su patria cubana desde la trinchera de las letras. Comenzó muy joven una deslumbrante trayectoria política e intelectual: en 1932 ingresó en el Partido Comunista de Cuba. Se exilió en México durante la dictadura de Antonio Machado. Su participación fue determinante en diversos organismos antiimperialistas, juveniles, obreros, feministas y de vocación cultural; fue colaboradora de numerosas publicaciones periódicas. En 1947 le fue otorgado el premio periodístico Justo de Lara y ganó el concurso convocado por el Lyceum Lawn Tennis Club por su ensayo Un hombre a través de su obra: Miguel de Cervantes Saavedra.

Un espíritu tan brillante, forjado en los ideales más elevados de la humanidad, no podía sino adherirse a la Revolución Cubana, siempre en la primera línea de la batalla cultural e intelectual de su pueblo. A su muerte, dirigía el Instituto de literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba y estaba propuesta para recibir el título de Doctora en Ciencias Filológicas.

El internacionalismo proletario, ese al que aludía El Che como la capacidad de sentir “en lo más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera en cualquier parte del mundo” ha sido uno de los ejes de la Revolución iniciada por Fidel Castro y un puñado de héroes el 26 de julio de 1958; y al que Mirta Aguirre se adhiere con pasión. Esta solidaridad con los pueblos sufrientes de la Tierra la hace escribir Palabras por los niños de Kerch, poema en el que aborda uno de los aspectos más escalofriantes de la Segunda Guerra Mundial: el asesinato en masa de niños en edad escolar en los territorios soviéticos ocupados por las tropas de Hitler; no se trata de la muerte de elementos de tropa, sino del aniquilamiento de lo más preciado para una sociedad: sus hijos. Mirta Aguirre llama a no olvidar estas masacres, que aún hoy horrorizan al mundo.

Cuando los nazis invasores de la URSS

ocuparon Kerch, ordenaron que todos

los niños fueran a la escuela…

Escuchadme, sonrientes mujeres, descuidados hombres,

amas de casa que discutís la calidad del pan y diariamente

repasáis los botones a la ropa blanca;

escuchadme, vosotros que vais a la oficina o a la fábrica,

grávidas esposas,

campesinos que habláis del precio injusto del tomate,

muchachos deportistas,

directores de orquesta.

Escuchadme vosotros,

los que sois los normales ciudadanos de pacíficas tierras,

los cotidianos seres,

vosotros que coméis a vuestras horas y coméis en vuestra mesa conocida,

donde el salero tiene un sitio fijo a la izquierda del padre.

Allá es otro planeta. Un desbordado,

negro planeta de terror y angustia.

Y yo no podría hoy hablaros de otra cosa

sino de niños. De doscientos

cuarenta y cinco niños.

 

Alguien, en Kerch, mandó que fueran a la escuela.

Aun entre la sangre y el rencor y el odio y la venganza,

las madres supieron encontrar pan fresco,

suaves hogazas rubias,

redondeadas manzanas,

un poco de almíbar rezagado, alguna

alegre, dorada, joven, mágica ciruela.

Porque aun cuando hay guerra y sombra y odio,

los niños tienen hambre en la escuela a mediodía.

Salieron con sus libros, con sus plumas, sospechosas

de suciedad las hojas del cuaderno.

Y a las seis de la tarde no volvieron, ni a las siete.

Y no volvieron a las nueve de la noche.

Ni al otro día, ni al otro, ni el domingo.

Después los encontraron.

Amasijo de fango y plomo y muerte.

Y manzanas pudriéndose.

Y dulces panes tiernos empapados de sangre.

Y lápices y libros empapados de sangre.

Y en torno, ese universo extraño de cuchillas,

de cuerdas y pedazos

de motas de algodón y esfera de cristal y cosas,

que habita sin cesar las ropas de los niños,

empapados de sangre.

¡Y ahora, decid vosotros, contestadme vosotros

si es posible vacilar un instante!