“Soy tu amigo, puedes confiar en mí, vamos a caminar tomados de la mano. Deja tus recelos, yo soy incapaz de hacerte daño y entiendo tus necesidades, sé que tienes hambre, no creas lo que dicen los que me acusan de acciones aborrecibles, ya verás que todo es falso, elige creerme”. Aunque lo anterior suena a promesas de político en campaña, en realidad es el discurso de Michirrimau, personaje de la fábula en verso El gato y el ratón, del periodista, escritor y poeta mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827). Con estas palabras, el felino trata de convencer a un ratón de salir de su madriguera, protestándole su amistad sincera.
Michirrimau, un gato marrullero,
espiaba a un ratón en su agujero;
el que, como seguro se miraba,
de hito en hito al gatazo contemplaba;
metía éste la mano de repente
por si acaso pillaba buenamente
al ratón infelice,
y viendo que no puede, así le dice:
–Vaya, dame la mano:
te sacaré a pasear, querido hermano,
en ti ninguno piensa;
te llevaré a visita a la despensa,
y allí te pondrás liso
de queso, de jamones, de chorizo,
de dulces, de cecinas,
y de otras infinitas golosinas.
Ya tú verás, amigo, que te quiero,
y que me pesa verte en tu agujero,
tan mozo, hecho ermitaño.
¡Eh!, vamos: saca el vientre de mal año
ahora que la fortuna te convida
con una mesa rica y bien servida.
El Pensador Mexicano, autor de El Periquillo Sarniento, considerada por importantes críticos literarios como la primera novela hispanoamericana en el sentido moderno del término, no está rimando en esta fábula un cuentecillo intrascendente para dormir a inocentes criaturas; es tan profunda y vigente su analogía social, que su genial caracterización del depredador, con su hipocresía, demagogia y cinismo, atraviesa todas las etapas de la historia patria y nos recuerda hoy la consigna “primero los pobres”.
–Señor don gato, estimo sus favores;
pero tengo indispuestos los humores,
y el médico me dice coma poco.
–Ese médico es loco:
si pensara con juicio,
a fe que te ordenara el ejercicio,
que, cuando bien se aplica,
él solo cura más que la botica.
¡Eh!, vamos, sal, no vivas encerrado,
y verás cómo vuelves aliviado.
–Pues la verdad no puedo,
le responde el ratón. –Me tienes miedo.
Se te conoce, y tienes mil razones;
pero a mí no me gustan los ratones.
cuando era mozo me empaché con ellos,
y de entonces acá no puedo verlos.
Cree pues lo que te digo,
y sal, seguro de que soy tu amigo,
que aunque me ves con uñas bien armado,
no soy yo gato mal intencionado.
Sal, pues, hijo, seguro
de que te quiero bien, y te lo juro.
Resulta insensato confiar en las protestas de amistad y honradez de quien ya actuó antes contra el bien de muchos; es necesario, antes de caer en la trampa de quien promete ir en contra de su propia naturaleza predatoria, mirar los antecedentes del “postulante”. Ninguna “regeneración” discursiva, aunque la jure sobre la piedra más sagrada, le alcanza para ocultar su pasado. Y la fábula del Siglo XVIII se adapta perfectamente a los días actuales. Tránsfugas del viejo régimen que hoy dicen repudiar, los políticos se preparan ya para seguir envolviéndonos con sus zalameros juramentos, ocultando las zarpas hasta lograr su cometido; y bien haríamos los mexicanos imitando al sabio ratoncillo de la fábula lizardiana que, habiendo visto morir a su familia a causa del que ahora le asegura que se ha regenerado, responde así al astuto felino:
–Si no te conociera,
dijo el ratón, saliera;
pero ya te conozco, mentecato.
¿Cómo no has de ser malo si eres gato?
Te comiste a mi padre;
lo mismo hiciste con mi pobre madre,
y a manotazos crueles e inhumanos
te almorzaste una vez mis dos hermanos,
al mayor y al más chico;
mas yo no te daré por el hocico.
Que si de mi familia yo he quedado
solo, por ti, ya estoy escarmentado.
Siempre habré de tener por muy dichoso
al que hace el mal ajeno cauteloso.
Esto dijo un ratón que era prudente.
¡Oh, si pensara así toda la gente!