Si hay un consenso generalizado entre los amantes genuinos del futbol y de su origen rebelde, festivo y popular, es que el futbol contemporáneo está podrido, manchado, descompuesto. De ahí que se haya creado la famosa consigna “odio eterno al futbol moderno”, que de cuando en cuando aparece en los partidos de los equipos más comprometidos y que reivindica el carácter popular y las raíces del juego en la clase trabajadora.
Ahora, como nunca antes, el futbol está maculado por la corrupción y el capitalismo salvaje. Eso se ve en los grandes conglomerados que monopolizan las mejores competiciones, los mejores equipos y a los jugadores más talentosos, sobre todo en Europa. Se ha perdido definitivamente una época en donde el juego estaba cargado de reivindicaciones políticas y sociales y ya no existen futbolistas que, aprovechando su situación de privilegio, denuncien las grandes desigualdades y la opresión del sistema político y económico.
Ya no hay espacio ni lugar –como nos recuerda Bartolomeo Sala en un artículo sobre el futbol y la formación de la clase obrera– para un jugador como Sócrates, el médico, mediocampista artífice y creador de la democracia corintiana, que fichó por un club italiano únicamente porque podía aprender el idioma y leer a Antonio Gramsci sin la mediación de los traduttori, tradittori. Ya no se ven gestos como el puño en alto y cada vez son menos los futbolistas que, mediante un gol con la mano, reivindiquen los derechos de los países del Sur Global y de los hombres y mujeres asesinados por la guerra.
En esta asepsia futbolística en donde lo único que importa es el rendimiento estrictamente deportivo, únicamente un loco sería capaz de denunciar el sistema económico en que vivimos, la mercantilización de un deporte popular, el despojo descarado de la alegría que producía ser hincha de un equipo y la corrupción y el favoritismo de las instituciones que manejan el futbol como una mafia. Sí, únicamente un loco lo haría. Pero un loco de carne y hueso, un Quijote con forma de director técnico sexagenario, un caballero apersonado en una triste figura de singular elocuencia y mirada de águila, un loco con la valentía de denunciar las injusticias existentes, aunque eso se traduzca en sorna, descalificación y ostracismo. Únicamente el Loco Bielsa.
El papel que ha jugado Marcelo Bielsa en el futbol contemporáneo es insustituible. Ha vivido la forma de entender el futbol contra la corriente y ha cepillado la historia a contrapelo. Es uno de los pocos entrenadores que se aleja de la vulgar creencia de que ganar es lo más importante, que el éxito está marcado por los trofeos individuales y colectivos; es de aquellos que creen que el principal objetivo del futbol es dar alegría, sentido y honor a las personas, de aquellos que piensan que la identificación de los aficionados con el deporte es la identificación con la realidad y con la vida. Es de los discípulos de Don Quijote, que creen que una victoria fácil nunca tendrá la dignidad que confiere una derrota en condiciones adversas.
No quiere decir que Bielsa sea un perdedor eterno ni que erotice la derrota como El desdichado del poema de Nerval (que tanto le gustaba a Octavio Paz); el tenebroso Príncipe de Aquitania de la torre abolida que contemplaba consternado la muerte de su sola estrella, y cuyo laúd constelado ostentaba el negro sol de la melancolía. No. El pesimismo de Bielsa proviene del realismo con que entiende el futbol. Siempre ha dirigido equipos relativamente pequeños, pero definitivamente inferiores en presupuesto y palmarés en comparación con los clubes más ricos de los países en que ha jugado.
Pero pregunten en Marsella y en Leeds a los hinchas de los equipos en qué momento han sido más felices y seguramente más de uno reconocerá que la alegría más grande la tuvieron cuando fueron dirigidos por el Loco Bielsa. Es aquí cuando uno se pregunta si en verdad el loco es un loco o quiénes somos los locos en todo esto. Es la misma pregunta que animó a Miguel Barrero y a Gonzalo Torrente Ballester cuando se cuestionaron sobre la locura de Don Quijote. Para Barrero, el Quijote no era un loco, sino un buen hidalgo que, a las puertas de su vejez, acechado por el aburrimiento y la sed de justicia, decide arrojarse a la lid amparado en un puñado de valores olvidados en un tiempo y lugar profundamente corroídos por las polillas del tiempo. Alonso Quijano (como Marcelo Bielsa) y Marcelo Bielsa (como Alonso Quijano) no esta(ba)n locos. Son profundamente conscientes y están lúcidos de las miserias que los rodean y están dispuestos a combatirlas, aunque eso signifique dejar la vida.