Una de las esculturas monumentales más grandes del mundo es el monolito de Tláloc; oculto por los antiguos pobladores de estas tierras, probablemente para evitar su destrucción después de la conquista, fue venerado en secreto en Coatlinchán, municipio de Texcoco, en el Estado de México, hasta que, en 1964, el gobierno mexicano decidió colocarlo afuera del Museo Nacional de Antropología, donde hasta el presente se halla. Fue trasladado ahí el 16 de abril de ese año, contra la voluntad de los pobladores; fue necesario vencer numerosos obstáculos logísticos y llegó a su actual destino en medio de una torrencial tormenta que iniciaría un nuevo ciclo legendario para nuestro inconsciente colectivo, que aún se resiste a dejar morir el panteón prehispánico.

Las opiniones de los arqueólogos y estudiosos se dividen; unos aseguran que el atuendo y accesorios que alcanzan a apreciarse en la deteriorada escultura corresponden al sexo femenino y de ello concluyen que puede tratarse de una representación de la diosa Chalchiuhtlicue, deidad de ríos, lagos y mares; otros sostienen que se trata de la representación del dios Tláloc, señor del agua de origen celeste (de la lluvia), y que así se demuestra por las prendas de vestir y las ofrendas halladas en el sitio donde fuera descubierto el monolito. Cualquiera de ambas posibilidades hace de la escultura una representación del elemento esencial para una civilización cuya vida giraba en torno a la actividad agrícola.

Tomado de Poesía Precolombina (2008) con selección, introducción y notas de Miguel Ángel Asturias, el siguiente poema da fe del sitio preponderante que un día ocupó el agua (del cielo y de la tierra) entre los antiguos mexicanos.

 

Canto del dios de la lluvia

¡Oh!,

México entregado al servicio en la casa del dios.

La bandera de papel enarbolada

hacia los cuatro puntos cardinales.

No es hora de la tristeza.

¡Oh!

Yo, dios de la lluvia, he sido creado,

mi sacerdote se pintó de rojo oscuro con sangre.

Gastan todo el día

en la hechura de la lluvia

en el patio del templo.

¡Oh, caudillo mío! ¡Príncipe hechicero!

Tuyos son tus alimentos.

Tú los produces aunque alguien te agravie,

te retenga la víctima.

Pero me agravia, me retienen la víctima,

no me contentan

mis padres, mis viejos sacerdotes,

el sacerdote jaguar.

¡Oh!, de Tlalocan,

la casa turquesa, casa azul,

vino tu padre Acatónal.

De allá vinieron,

de la casa turquesa,

casa de pino,

de allá vinieron mis padres,

mis viejos sacerdotes,

Acatónal.

¡Oh!, id, estableceos en la montaña Poyauhtlan:

con la sonaja de niebla se atrae la lluvia,

del reino del dios de la lluvia,

se hechiza el agua,

con la sonaja de niebla se encanta la lluvia.

¡Oh! Mi hermano mayor,

el que tiene un brazalete de plumas amarillas,

iré; eso es motivo para él de llanto.

Iré, allá llora él.

¡Oh, a la región donde se juntan los muertos envíame!

De allí bajó su imperio.

Si yo hablare con el príncipe de los presagios,

si yo fuere allá, llora al punto.

Al cabo de cuatro años no fue traído:

ya no era conocido, ya no era tomado en cuenta,

de la religión del misterio, de la mansión de plumas de quetzal,

de la región de la abundancia viene el que enriquece al mundo.

¡Oh!, id, estableceos en Poyauhtlan,

con la sonaja de niebla se atrae el agua,

poned vuestra casa en Poyauhtlan,

con la sonaja de niebla se atrae el agua.