La brujería fue una de las muchas acciones utilitarias que el hombre primitivo generó con el propósito de hallarle una explicación a los fenómenos naturales que le causaban incertidumbre, problemas físicos y catástrofes, como era el caso de la luminosidad de las estrellas, los vientos, relámpagos, lluvias torrenciales y epidemias. Es decir, la brujería surgió junto con los dioses más antiguos y se ha mantenido desde entonces asociada a las instituciones religiosas modernas creadas por los grandes centros civilizatorios como Egipto, Grecia, Persia, India, China, Mesoamérica y Perú.
En Europa, continente sobre el que se enfoca el análisis de Lois Martin, específicamente en el último tercio de la Edad Media (de los siglos XII al XVII), las brujas fueron vinculadas al Diablo, el personaje maligno por excelencia de la religión cristiana, la cual se configuró en los últimos siete mil años lo mismo con mitos paganos procedentes de la edad primitiva que con los credos semitas (judíos y árabes), medio-orientales, indoeuropeos y grecorromanos.
El supuesto vínculo de las prácticas de la brujería y la hechicería con el Diablo (Satanás, Lucifer, Belcebú, Ángel Caído, Príncipe de las Tinieblas), fue el principal agente de las terribles histerias y paranoias colectivas que derivaron en las famosas “cacerías de brujas”, de las que el libro aporta un cómputo aproximado de 40 mil víctimas entre los siglos XII y XVII en Europa, sobre todo en Gran Bretaña (Escocia, Inglaterra, en menor grado Irlanda) y un área limítrofe de Francia y Alemania, el cual tenía un radio de acción de 480 kilómetros.
La mayoría de las víctimas fueron mujeres, a las que se acusó de que sus pactos con el Diablo implicaron el asesinato de niños recién nacidos, canibalismo, orgías sexuales y la comisión de encantamientos y adivinaciones. Las sanciones contra las brujas (ahorcamientos, quemas en llamas, etc.) era determinada por jurados populares, ordalías (juicios eclesiásticos) y tribunales inquisitoriales con base en denuncias públicas o anónimas, en los que también se les acusó de herejía y propiciar desastres naturales (lluvias torrenciales, inundaciones, eclipses), epidemias o pestes y plagas contra cultivos agrícolas.
Lois Martin resalta que, al igual que en los procesos del “Santo” Tribunal de la Inquisición de la Iglesia Católica Romana, muchas de las denuncias fueron utilizadas por autoridades feudales y sacerdotales con objetivos económicos y sociales; es decir, para eliminar a rivales políticos y religiosos (cristianos católicos, evangélicos u ortodoxos, musulmanes, judíos) y para apoderarse de los bienes patrimoniales de las víctimas. La declinación en el número de las cacerías de brujas se inició en el Renacimiento (Siglo XVI), cuando empezó a imponerse en Europa una visión mecanicista de la realidad y asomaba ya el “Siglo de las luces”.