La Bestia de oro y otros poemas (1941) es la antología de Rafael López (Guanajuato,1873-Ciudad de México,1943) que contiene el poema La Bestia de Oro. Corren los últimos años del Porfiriato y, desde su provincia natal, Rafael López se traslada a la Ciudad de México, donde participa activamente en los círculos literarios de la época y entabla relaciones estrechas de amistad con poetas de la talla de Amado Nervo; contribuye a la elaboración del Proyecto de estatutos del Ateneo de la Juventud, asociación que presidirá en dos ocasiones y a la que pertenecieron lumbreras de las letras mexicanas cuya fama, tal vez, ha eclipsado a este gran poeta. Su obra, de gran profundidad y belleza formal, se mantuvo dispersa en revistas y publicaciones de la época y fue antologada en 1972 por el investigador Serge I. Zaïtzeff.

Si la musicalidad, el ritmo y las imágenes de sus versos permiten identificarlo como un poeta modernista, los tiempos cambiantes pronto orientarían su poesía hacia las vanguardias. A menudo se le cita como un poeta “nacionalista”, autor de poemas “patrióticos”, entre los que destaca el Canto a la Bandera, que hasta la segunda década del Siglo XX se cantaba en las escuelas públicas con música de Julián Carrillo. Pero el nacionalismo de Rafael López tiene un rasgo que lo distingue de la simple poesía patriótica, destinada a idealizar el pasado mexicano y cantar la belleza del paisaje natural. Un espíritu distinto alienta La Bestia de Oro: el rechazo al nuevo conquistador, el imperialismo yanqui, ávido de las riquezas naturales y el sudor de los pueblos latinoamericanos, herederos de una gran civilización cuya grandeza habrá que refrendar. De culta factura, el poema es una afortunada amalgama de símbolos arqueológicos, paisajes deslumbrantes, héroes, bestias míticas y próceres de nuestra historia, que se conjugan en una contundente imprecación a la tierra para que rechace a “la potestad del dólar”.

 

La tierra donde el Bóreas, rugiente, se encamina

y el indio mar engolfa sin tregua sus espumas,

para besar un flanco de la morena ondina,

allí donde una máxima flor de esencia latina

fue regada con sangre de nobles Moctezumas;

la tierra que fue savia del viejo tronco azteca,

la que heredó las artes ancestrales del Tolteca

le hiló en las patrias rocas, maravillosas ruecas,

las rutas siderales de la Piedra del Sol.

(…)

La tierra de los montes azules, cuyos flancos,

floridos se duplican en lagos de cristal;

la de las verdes selvas y los volcanes blancos;

la tierra, que en la clara luz de los cielos francos

pintó con arco iris las plumas del quetzal.

Ve allá, tras los pinares del norte, la amenaza

que entre la polvareda de un bárbaro tropel,

hace la Bestia de Oro con su potente maza:

la poderosa Bestia signos funestos traza,

ebria de orgullo desde su torre de Babel.

Hasta los Andes llega, como en Esquilo, el coro

de los pueblos que claman temblando de terror,

un crimen la vergüenza parece y el decoro.

Hay que doblar la rótula frente a la Bestia de Oro

y adorar al bíblico Nabucodonosor.

Codo con codo, inerme bajo su garra púnica,

el débil va a las horcas impías de su ley;

la potestad del dólar, es su lmperatrix única;

se secan las olivas más verdes en su túnica

y Shylock lanza trozos humanos a la grey.

En este gran crepúsculo del esplendor latino,

el águila de Anáhuac –águila de blasón–

ve moribundo a un cuervo color de su destino

que clava en lambrequines grasientos de tocino

las prosapias impuras del riel y del carbón.

Time is money ulula su resoplar de toro

junto al sueño latino clavado en una cruz.

(…)

¡Oh, patria de Cuauhtémoc, insigne patria azteca!

De los duros abuelos en cuya tradición

hunden los férreos cascos Rocinante y Babieca,

antes que al viento ruedes, cual débil hoja seca,

¡oh, patria infortunada, oye mi imprecación!

¡Popocatépetl!, ¡cumbre paterna!, que se rompa

tu frente en el fracaso de una explosión sin fin

y la ciudad destruya, y el árbol y la pompa

de nuestro valle espléndido como un vasto jardín.

¡Que el Sol en los caminos del cielo, se corrompa

sobre la tumba hollada, de Hidalgo, el Paladín,

y hurgue el chacal inmundo con su siniestra trompa

la tierra, brava madre del gran Cuauhtemotzín!

Que se vuelquen los mares, que estalle una de aquellas

catástrofes que avienten los montes de revés,

haya en los cielos una tempestad de centellas.

Que cave hondos abismos la tierra a nuestros pies

para no ver las barras con sus turbias estrellas

flotar sobre el antiguo Palacio de Cortés.