En La muerte en Venecia, bajo un cielo de colmados vapores, en un lugar húmedo y tropical, repleto de cenagales, ríos fangosos y pantanos, es en donde desea vivir Gustav Aschenbach –artista, personaje principal de la obra– para mitigar su interna inquietud juvenil. Esta nostalgia por espacios libres sentida por Thomas Mann, autor de la novela, es expuesta frecuentemente en sus obras: sucede también en La montaña mágica a través de Hans Castorp, personaje que, igual que Aschenbach, se contrapone a lo apolíneo.
Se trata de una unidad dialéctica en donde la concreción no puede desprenderse de lo indeterminado, así como en la música se necesita de la definición del tiempo o como el mar requiere cadencia. Esto es precisamente lo que completa la noción de viaje de Aschenbach: la unión de la racionalidad y lo absolutamente fantástico que se encuentra en el mar y en la música.
Para Mann, las observaciones más profundas logran hacerse en soledad. La soledad aparece como gestora del creador, pues es allí en donde se encuentran los estratos más íntimos del espíritu. Como ejemplo, es en soledad, a través del agua, en donde Eros puede verse reflejado puramente, en Narciso: allí el amor desvela su naturaleza. Sin embargo, en la medida en que el ser humano se deja seducir por la soledad y la pasión, sufre un profundo quebranto. La soledad también logra madurar lo monstruoso, lo perverso y lo absurdo.
El extravío del sujeto puede evitarse sobrepasando dichas pasiones a través de la “producción social”, es decir, a través de acciones prácticas que afirmen la vida. Así, en lugar de perderse por completo en fantasías o dolores, hay un incentivo que transforma su intimidad y su mundo externo. Sin embargo, esto no implica la solución absoluta a los problemas mencionados. Aquí señalamos sólo aquello que resalta Thomas Mann, quien concreta la salida a tales problemáticas en la producción artística. En este mismo sentido podríamos identificar también, siguiendo a Sánchez Vázquez, a la ciencia y al trabajo productivo.
Nos encontramos con las antípodas de arte y vida. Cada quien es, en última instancia, su propio mentor, y debe elegir entre la transformación (es decir, la praxis) o la inutilidad y la muerte. Según Lukács, respecto a éstas, cada persona debe tomar su rumbo para poder salir del abismo. No obstante, ya sea que elijamos la salida científica, productiva o artística, hallaremos un agotamiento del genio creativo o del cuerpo humano mismo, problemas que deben ser enfrentados y fracasos que suceden a los éxitos.
Sólo hay un elemento que puede evitar nuestro derrumbe definitivo: nuestra conciencia. Forjar lo que se necesita: una conciencia templada no es una tarea sencilla. Llegar al grado en que la conciencia cobre responsabilidad acerca del mundo es una tarea audaz. Para Marx, la conciencia es activa, pues está en relación con el carácter práctico de la vida social, que es mutable de forma permanente. La práctica transforma y somete a la naturaleza racionalmente, a su vez, el raciocinio interviene directamente en la transformación del mundo. La práctica suscita la necesidad de conocer los fenómenos y su esencia; por su parte, el conocimiento dota a la gente de posibilidades para superar sus condiciones materiales. No sólo se trata de contemplar el elemento transformador, sino de transformar conscientemente: se requiere praxis.