En teoría, los derechos sociales de los niños y adolescentes están garantizados por la Constitución y las leyes secundarias; pero no en la realidad cotidiana, particularmente en las áreas rurales del territorio mexicano, donde los menores viven en extrema desigualdad y se ubica la cuarta parte de la población nacional. En el campo mexicano se desmiente con mayor evidencia que el país esté colmado de oportunidades porque, en sus primeros años de vida, –cruciales para su desarrollo– los niños no se alimentan bien, padecen anemia y, una vez que pueden cargar herramientas como la azada, el machete, etc., se incorporan a las pesadas y extenuantes labores agrícolas. Son muy pocos o ninguno los que escapan a esta cruda realidad y, como ocurre con la mayoría de sus amigos y vecinos, dejan en segundo plano la educación porque en sus hogares hacen falta manos para completar el ingreso familiar.

Es así como desde temprana edad, los infantes mexicanos se exponen a los mayores riesgos existentes en el campo para contribuir a la sobrevivencia de sus padres, hermanos y abuelos: largas jornadas de trabajo bajo intenso Sol, lluvias repentinas, picaduras de insectos, mordidas de víboras venenosas, etc. En sus primeros años de labor en el campo, los adolescentes observan con cierto asombro cómo su padres, aunque jóvenes, se ven viejos; pero más adelante hallan la oportunidad de aprender por cuenta propia que ha pasado lo mismo con ellos; así como se enteran de que son pocos los hogares donde se disfruta comida sencilla, pero bien sazonada y que la armonía entre los integrantes de una familia no dura para siempre; porque donde ya reinan los malos tratos y pleitos a gritos y golpes, es porque se cumple la sentencia popular “cuando la pobreza entra por la puerta, el amor sale por la ventana”. La ausencia de buena salud y del disfrute de alimentos y juegos sanos en los primeros diez años de los niños repercute inevitablemente en los errores efectuados cuando llegan a la adultez.

Uno de los problemas económicos del país radica precisamente en la baja producción y productividad en el campo, cuyos actores no absorben la mano de obra disponible y muchos de ellos, campesinos pobres, explotan sus tierras en cultivos de subsistencia. Sólo en la norte se practica una agricultura moderna por los terratenientes y empresas agroalimentarias. Hacia allá, muchos campesinos pobres del sur y del sureste viajan con sus hijos para trabajar como jornaleros en los campos de cultivo de Sonora, Sinaloa y Chihuahua. Los empresarios agroindustriales, además de pagar salarios muy bajos, conciertan trabajos temporales a través de enganchadores; no cubren prestaciones sociales y después de hacerlos trabajar de Sol a Sol, los alojan por montones en las galeras de almacenamiento de sus fincas, donde únicamente les ofrecen pequeñas raciones de comida. Los niños se ven obligados a soportar las rudas jornadas de trabajo de sus padres, durante las que, además, están expuestos a intoxicación con agroquímicos y otros productos dañinos, porque se enfrentan a los patógenos generados por el hacinamiento y son víctimas de los grupos criminales que en todo momento, como ocurre con otros migrantes jornaleros, acorralan a las personas más vulnerables hacia la drogadicción, la prostitución y el reclutamiento en organizaciones criminales. La Dirección General de Investigación Estratégica (DGIE) del Instituto Belisario Domínguez (IBD) estima que en México trabajan 3.2 millones de niños, niñas y adolescentes, de los cuales dos millones laboran en ocupaciones no permitidas y 1.2 millones realizan quehaceres domésticos en condiciones no adecuadas. 

No se conoce con exactitud la cifra de niños jornaleros debido a su permanente movilidad y a su posible confusión con otros niños migrantes; pero se calcula que son alrededor de 326 mil. Por eso no sorprende que en México haya tantos adultos maleantes y que algunos de ellos confiesen que delinquen porque la sociedad cortó de tajo sus sueños infantiles de alcanzar una vida mejor a las de sus padres.