Nació el 17 de diciembre de 1939 en Seúl. Fue a la Escuela de bachillerato Taegwang y se graduó en Filosofía en la Universidad Yonsei en 1965. Trabajó como periodista para el Seoul Sinmun y el JoongAng Ilbo y fue profesor de Escritura Creativa en el Instituto de Artes de Seúl. Se retiró enseñando en la Universidad Yonsei.

Su poesía actualiza la lírica tradicional. Sus primeros poemas exploraron las posibilidades de trascender el dolor de la realidad en el interior de la tensa relación entre los sueños de uno mismo y el mundo externo. Incluso cuando su poesía hablaba de paradojas entre elementos como el dolor o la celebración, el agua y el fuego, lo pesado y lo liviano, y la tristeza y la felicidad. Continuó la exploración poética en su segundo y tercer libros de poemas, Soy el señor estrella y Como una pelota que rebota cuando cae.

Su cuarta recopilación, No queda mucho tiempo para amar fue un punto de inflexión en la carrera del poeta, como análisis de la aceptación de la vida, y las maravillas de la naturaleza. Los poemas demuestran una nueva inclinación por un mundo de reconciliación en vez de conflicto. Este cambio en el interés poético es más evidente en su quinto libro de poemas Una flor, que clama que la civilización y la artificialidad están suprimiendo a la humanidad y que la naturaleza es el único medio para la salvación.

 

No lo soporto

Como a medida que pasa el tiempo 

mi corazón se vuelve más blando,

no soporto agosto que se va.

Tampoco soporto

septiembre ni octubre.

 

No soporto 

los asuntos humanos

ni los cambios ni las penas.

 

No soporto

que lo que existe deje de existir,

que lo que se ve deje de verse.

No soporto el tiempo.

 

No soporto

ninguna huella

ni sombra del tiempo.

 

Pues las huellas son cicatrices

de lo que fluye y cambia,

de lo que duele y es doloroso.

 

Elogio del crepúsculo

A la puesta del Sol

el mundo se enriquece.

 

Los árboles se hunden en el crepúsculo,

los antiguos edificios de piedra,

los haces de luz mercurial,

la profundidad de la penumbra

que el cielo umbroso va enmarcando.

 

Es hondo el crepúsculo,

nada queda intocado,

nada es indiferente

la abundancia denota que no discrimina

mi cuerpo está sobradamente abierto

como el aire vacío,

nada hay que mi mano no alcance

igual que el agua...

 

Cuya mano se extiende al infinito.

 

Tan poco tiempo para amar

Hay tan poco tiempo para amar.

un niño pita “tut, tut” su corneta de plástico.

Los puerros que lleva una señora

crecen robustos en su bolsa,

un abuelo corre a alcanzar el autobús

y dos muchachas, qué importa el motivo,

marchan con dos o tres rosas en la mano,

¡flores inmarchitables!,

en el bolso de vinilo de la señora

explotan los capullos de castaña.

 

Picadura de abeja

Montado en la escalera portátil

recolectaba manzanas con alborozo,

era la primera vez.

 

La más a punto atrajo mi mano

en un brazo alto.

Al momento de tocarla, ¡ah!,

un dolorcillo asaltó mi dedo:

la picadura de una abeja

(oculta en una grieta formada por el tiempo).

Al paso de las horas,

el dedo dolía más.

(Extraer una lección de este suceso

parece vano).

 

Aunque el dolor continuaba,

mi corazón floreció como un manzano en otoño.

El dolor es otra vía de unión secreta

con todos los seres del Universo.

En la inmensidad de la naturaleza

bastó un poco de veneno

para fundir mi cuerpo con la vastedad.

 

De haber sabido...

A veces lo lamento:

aquel encuentro, esa ocasión,

pudo haber sido una mina de oro...

la persona de entonces,

el designio de entonces,

pudo haber sido una mina de oro...

de haber porfiado un poco.

 

De haber hablado,

escuchado atento,

amado más...

 

Más medio mudo

como sordo

¿absorto en qué?

Dejé que huyeran.

De haber amado,

aquel momento intensamente.

 

De haber sabido...

que cada instante era un capullo

que podía florecer

a mis cuidados.