En 1958, desde su exilio en México, León Felipe prologaba así el poemario Belleza cruel, de Ángela Figuera Aymerich, reconociendo la valentía, el coraje y la esperanza de los poetas españoles de la posguerra, que permanecieron en su patria, resistiendo al franquismo, cantando y luchando: “Esa voz… esas voces… Dámaso, Otero, Celaya, Hierro, Crémer, Nora, de Luis, Ángela Figuera Aymerich… los que os quedasteis en la casa paterna, en la vieja heredad acorralada… vuestros son el salmo y la canción”.

De este poemario forma parte Cielo, en el que Ángela Figuera Aymerich (1902-1984) toma partido por la poesía comprometida, y rechaza aquella que, con el pretexto de ocuparse exclusivamente de lo bello, cierra los ojos ante los horrores de una sociedad injusta; que prefiere cantar al paisaje y aspirar al goce espiritual del paraíso antes que denunciar el sufrimiento, la explotación, la miseria y el infierno del hambre, la enfermedad y la muerte en que viven los trabajadores, cuyo derecho a una vida digna es constantemente atropellado por jueces, ministros de culto y gobernantes tiránicos.

 

Colegas queridísimos, estetas defensores

del pájaro y la rosa y el mundo está bien hecho

etcétera, y cantemos al cielo en primavera

porque es azul y estalla de gracia y poesía,

amigos y enemigos, es cierto, estáis sobrados

de sólidas razones. Seguir vuestro camino

acaso lograría salvarme de estas cosas.

De tantos anatemas comiéndose mis versos.

Pensándolo, es loable. El cielo azul tan lindo.

El cielo bondadoso de Dios y de sus ángeles.

Precioso. Pero, amigos, decidme, por los clavos

de Cristo, por los clavos del hombre, ¿estáis seguros?

¿Creéis que un bello cielo nos cubre todavía?

¿Aún brilla luminoso sobre el cieno?

¿Y sigue siendo alegre sobre el llanto?

¿Y sigue siendo azul sobre la sangre?

Yo, así, lo cantaría con toda unción. Palabra.

Con versos bien rimados, para dormir tranquila

sabiendo que tenía mi puesto asegurado

en las Antologías del Arte más conspicuo.

Pero es casi imposible. Pues yo no veo el cielo.

No acierto a verlo, hermanos, desde hace largas fechas.

Desde hace mucho llanto me falta de los ojos.

Porque no puede verse vuestro cielo perfecto

desde un mundo entoldado con las nubes más hoscas.

Y no puede mirarse con la espalda doblada.

Ni se goza su lumbre con la nuca partida.

No puede verse el cielo con el pecho quemado

en la boca del horno,

ni se ven sus fulgores con los párpados sucios

del sudor más espeso,

ni su luz nos alcanza tanteando en las simas

de las cuencas mineras,

ni podemos mirarlo retirando las redes

con la sal en los ojos.

No es posible encontrarlo a través de la efigie

coronada de gloria del tirano sangriento,

ni se encuentra en las togas de los negros fiscales

ni en el frío destello de los sables de gala

en los bellos desfiles,

ni durmiendo en la iglesia mientras suenan las preces

por los fieles difuntos.

No se llega hasta el cielo desde tantas prisiones,

desde tantos cuarteles con sargentos y piojos,

desde tantas escuelas con los bancos helados,

desde tantos lugares con letreros que dicen:

se prohíbe la entrada.

No puede verse el cielo desde el fondo del cáncer,

desde el fondo más hondo del infierno más negro,

desde el fondo de todos los que están en el fondo,

los que son tierra sucia que pisáis sin mirarla

cuando vais extasiados

por las líricas nubes.