En 2019, luego de 30 años de bipartidismo, arribó al poder Nayib Bukele, un outsider de la política, cortado con el mismo molde que Javier Milei, Volodymir Zelensky o Samuel García; joven, desenfadado, apolítico, con fuerte presencia en las redes sociales, cool, irreverente. Cinco años después, en 2024, tejes y manejes mediante, se ha relegido con el 85 por ciento de aprobación popular, según los datos oficiales. A Bukele lo llegaron a denominar el presidente de Twitter debido a que algunas acciones, como la remoción de sus colaboradores de gabinete, las despachaba desde el espacio virtual, con una actitud azas bromista y ligera. Para la opinión pública, el perfil de Bukele era el de un político joven, un neutral gestor del Estado sin la desventaja y el peso de adherirse a alguna ideología concreta, trabajador, y con un discurso contra la corrupción y a favor del combate a las maras y a la delincuencia del país. 

La prensa internacional celebró la llegada de Bukele, con un amplio grado de aprobación popular, gracias en parte a los errores políticos y las promesas incumplidas del FMLN, a la proliferación de grupos delictivos y a la continuación de la pobreza. El presidente de moda, lo llegaron a llamar. Sin embargo, ésta no es la gran noticia que se nos ha querido vender. Bukele ha abierto paso a un tipo de liderazgo muy peligroso para todos los países de América Latina. 

La acción estrella de su gobierno, que, por cierto, le ha comportado un alto grado de aprobación popular en las encuestas, ha sido la guerra contra las pandillas. Desde hace ya varios meses, después de varios guiños autoritarios y antidemocráticos, Bukele decretó un Estado de excepción que le permitió sacar al ejército a las calles, perseguir y detener a individuos sin respetar los derechos humanos y las garantías constitucionales y detener masivamente a ciudadanos sospechosos de participar en las maras y en el pandillerismo. Todo un caso de eugenesia y de limpieza social. En apenas unos años, el CEO de El Salvador, el impulsor de la economía de las criptomonedas ha devenido de joven tecnócrata a serio aspirante a dictador. Todo esto sin consecuencias aparentes. Lo curioso es que, al contrario de lo que sucede con otros líderes populares del cono sur, sus excesos antidemocráticos pasan sigilosamente por debajo del radar. 

Dominado por un populismo punitivista y un mesianismo descarado, el presidente Nayib Bukele ha declarado la guerra a las maras para reducir el número de homicidios y la ola de violencia que se ha instaurado en El Salvador desde hace algunas décadas. Las imágenes de la guerra contra el crimen son bastante explícitas y el sadismo irónico y triunfalista con que el presidente Bukele se refiere a lo anterior contorna una práctica belicista que termina por deshumanizar a los supuestos criminales; que atenta contra los derechos humanos, las garantías individuales y la dignidad de las personas; que contraviene los mínimos de un Estado de Derecho, impide el derecho a la reinserción social y no repara los daños a las verdaderas víctimas de la delincuencia. En cambio, ofrece un obsceno, grandilocuente y terrible espectáculo de poder omnímodo del Estado, dominado por un hombre fuerte que somete y humilla a los delincuentes. 

Es evidente que esta imagen que ha ofrecido Bukele y la política de mano dura o de guerra sin tregua contra la delincuencia a menudo son bien apreciadas por la mayoría de votantes y la opinión internacional. De hecho, la reducción, la deshumanización y la invisibilización del enemigo ha suscitado muestras de apoyo. Pero, de nuevo, ésta no es la gran noticia que nos intentan vender. ¿Quiénes son los pandilleros? La respuesta sencilla sería delincuentes que necesitan ser perseguidos, encerrados y, si se puede, destruidos. Sin embargo, en un análisis histórico, los pobres globales, excluidos y hacinados en las grandes barriadas, convertidos en criminales peligrosos, no son sino víctimas de un sistema de exclusión, segregación y persecución que ahora son vistos como indignos y responsables de su propia condición. 

No se trata de condonar la criminalidad, sino de denunciar un sistema que asfixia a los desposeídos y luchar por cambiarlo de raíz. De cualquier forma, la estrategia de seguridad de Bukele es, entre otras cosas, un gran operativo de limpieza social que busca la seguridad de las clases dominantes ante la preocupación de la defensa de su propiedad privada y sus privilegios frente al descontento de las masas cada vez más empobrecidas, una forma nueva de Apartheid social.

Finalmente, Bukele está dando pasos firmes hacia la constitución de un gobierno dictatorial en El Salvador. Recientemente ha logrado que sus magistrados leales de la Sala Constitucional reinterpretaran la constitución para permitirle la relección sin llevar el debate al parlamento. Y la relección parece segura. La falta de alternativas reales para combatir dentro de El Salvador el nuevo bukelismo, aprendiz de Trump o Bolsonaro, hace que el panorama se vislumbre más peligroso de lo que podríamos imaginar. Y es que, como decía Marx sobre Thiers, “no hay nada más peligroso que un mono a quien le fue permitido durante algún tiempo dar rienda suelta a sus instintos de tigre”.