Es en este dramático escenario rural abandonado, donde cotidianamente miles de jóvenes, incluso niños, se ven obligados a salir de sus comunidades de origen para buscar trabajos de cualquier índole en otras regiones del país o en EE. UU., y huir así del desempleo y el hambre. La mayoría de estos niños y adolescentes terminan como jornaleros; y hoy su número, únicamente en el país, rebasa la cifra de 2.3 millones. En el mejor de los casos, estos mexicanos apenas completan los estudios primarios, sólo saben leer y escribir y se limitan a sobrevivir, consiguiendo alimentos y servicios más básicos.
Enganchadores modernos, tal como ocurría en el Porfiriato, operan en los estados de Chiapas, Oaxaca, Puebla y Guerrero reclutando a jóvenes de los sectores rurales más pobres como jornaleros para las trasnacionales agroalimentarias y los terratenientes agropecuarios del norte; les prometen que les pagarán salarios atractivos, bonos, alimentación y hospedaje, pero cuando se hallan en esa región, ni los pagos, la comida ni el alojamiento son como les “pintaron”; y deben gastar lo poco que ganan en las tiendas de los dueños de las fincas o en los servicios de diversión y mercancías de vicio que, intencionalmente, merodean en sus entornos.
Pero este cuento es de nunca acabar, porque una vez terminada la cosecha, los jornaleros regresan a sus comunidades, vuelven a la siguiente temporada y anualmente cumplen este mismo ciclo laboral hasta que su juventud o fuerzas físicas se acaban, se enferman, son reclutados o asesinados por el crimen organizado y finalmente son reemplazados por otros jóvenes. En ese corto o largo periodo, estos trabajadores se encuentran sometidos a procesos de transculturación y transmisión de vicios y enfermedades que trasladan a comunidades rurales donde en otros tiempos había usos y costumbres saludables.
Los funcionarios de las instituciones del Estado que deben cuidar los derechos laborales y humanos de los jornaleros cierran los ojos ante las desgracias cotidianas y las injusticias que viven diariamente estos migrantes temporales, de cuya necesidad por moverse hacia el norte para salir de los perversos juegos y trampas de la pobreza y la marginación se aprovechan los terratenientes y las empresas trasnacionales para obtener cada vez más jugosas ganancias.
Estos terratenientes duermen tranquilos, ya que tienen un gobierno amigo que no aplica la legislación laboral y les garantiza la consecución de mano de obra barata y joven que, además, no está en condiciones de luchar por sus derechos. Todo esto ocurre mientras, en muchas casuchas humildes del sur de México, ocurren miles de dramas familiares generados por la falta de empleo bien pagado y porque sus integrantes incurren en el único delito de no poseer más riqueza que su fuerza de trabajo.
Pero no todo está perdido, porque cuando la realidad se imponga y los millones de mexicanos pobres hayan descubierto las reglas sucias del juego, y sus charlas de juergas y sexo sean sustituidas por pláticas en las que cuestionen los bajos salarios, las extenuantes jornadas laborales y el miserable comportamiento de sus patrones, entonces tomarán conciencia de la necesidad de unirse e integrarse en una misma fuerza para exigir lo que les han robado. Al tiempo.